Las cifras y estadísticas nacionales lo indican. Tenemos un –grave- problema para desplazarnos, coordinar el movimiento, considerar nuestro entorno, medir las distancias…Básicamente, tenemos un problema para lidiar con la idea y la presencia de un otro en la calle. El “otro” parece estorbarnos, impedir que circulemos por donde deseamos, llegar a tiempo a donde deseamos. No nos llevamos bien entre nosotros en lo que al tránsito se refiere. ¿Por qué, cómo sucede esto? La segunda parte de la pregunta parece mucho más fácil que la primera. Buscarle un porqué a tanto conflicto en torno a algo tan simple como moverse en un entorno urbano parece demasiado difícil. Pero quizás en el análisis del “cómo” aparezcan algunos puntos relevantes.
El tránsito y el relato periodístico
En general este tipo de problemáticas sociales son objeto de análisis periodístico, o al menos de “coberturas informativas” con estructura periodística. Muchas veces la jerga periodística actúa determinando el modo de ver y juzgar ciertas realidades, y la problemática del tránsito no es una excepción. Muy frecuentemente, en esos contextos “informativos”, las categorías de análisis de los dramas ocasionados por la inacabable lista de “accidentes” de tránsito (considerando “accidente” a la consecuencia perfectamente evitable de una conducta de riesgo) incluyen las de “imprudencia”, “negligencia”, “tragedia”, “accidente”, “fatalidad”, y un largo etcétera. La jerga periodística que describe estos sucesos parece exaltar el carácter ocasional de los eventos narrados. Mucho espacio requeriría un análisis profundo de la manipulación de lo que los “medios informativos” consideran la “realidad” y el modo como deciden enunciar su mensaje, en parte construyendo la misma “realidad” que supuestamente intentan describir de manera fiel (en este blog una y otra vez ese tema terminará apareciendo). En este caso básteme un análisis comparativo respecto de otras realidades “informativas” como por ejemplo la de los hechos de “inseguridad” (es decir, el tipo de delitos contra las personas o contra la propiedad, que frecuentemente ameritan una denuncia policial). Es muy frecuente que los medios informativos hablen de una “oleada” de asesinatos contra niños, o contra ancianos, o violaciones, o robos a mano armada, o robos seguidos de muerte, o salideras bancarias, y un largo etcétera. La existencia de “oleadas” supone que, de algún modo, en determinada época del año (o de un infausto año singular) se suceden varios episodios criminales del mismo tipo. Pareciera curioso que, por ejemplo, personas de conductas antisociales tan marcadas como los violadores, tuvieran tan en cuenta cierto estado presente de inseguridad, o cierta tendencia social, como para decidir cuándo violar a alguien, y cuándo dejar de hacerlo (el momento en el que la “ola criminal” desaparece). Sin embargo, así parece que suceden las cosas, desde el relato periodístico. Cuando la “ola” desaparece, las violaciones, por ejemplo, también. O al menos la atención de los medios de comunicación a los eventos relacionados con ellas.
Los acontecimientos trágicos relativos al tránsito también parecen caer bajo el dominio de estas “oleadas” (por ejemplo, una seguidilla de “camiones que matan gente”, o “colectivos que causan tragedias” –permítaseme llamar la atención sobre el pensamiento mágico implícito en tales descripciones: no es el chofer el que mata, es el colectivo, es el camión-). Sin embargo, este tipo de relatos no es aplicado tan frecuentemente en lo relativo al tránsito. Pareciera que es menos redituable periodísticamente hablar de una tendencia nacional hacia los “accidentes” de tránsito, que hablar de una tendencia criminal en ascenso. Se espera, respecto de los hechos de “inseguridad” (policial), una respuesta pronta y efectiva de las autoridades gubernamentales (cuando no “mano dura”, que hoy está mal vista y es asociada con un patrón dictatorial y genocida de gobierno, al menos de “eficacia contra el crimen”). En lo que hace al tránsito urbano, en cambio, no parece tan fácil la distribución de culpas, de responsabilidades políticas. No parece tan fácil la solución como marchar frente a la casa de un ministro, o de un gobernador, con pancartas de protesta, pidiendo más policía, o leyes más severas e implacables. Exigir soluciones no parece tan fácil como decirle a la figura de autoridad que controle más y castigue más a los que infringen la ley. Las responsabilidades parecen más compartidas, más innumerablemente individuales, y en cuanto múltiples, parecen disiparse en la ausencia de un responsable visible y concreto.
Qué significa hacernos cargo
Con respecto al relato periodístico más arriba mencionado, queda claro que una problemática como la del tránsito urbano escapa a las simplificaciones que imperan en la inmediatez del discurso “informativo” cotidiano. La comprensión de este fenómeno implica un compromiso reflexivo que nos involucra a todos, como actores y víctimas de este modo de relación autodestructivo del que formamos parte.
No hay modo más directo de diluir todo tipo de responsabilidades que decir “la responsabilidad es de todos”. Decir (sin más aclaraciones) que todos somos responsables de algo, suele ser un modo elegante de decir que ninguno lo es demasiado. Hay en la atribución indefinida de determinadas responsabilidades colectivas una imprecisión que nos exime de reflexionar qué podemos hacer para en verdad ser “responsables” de algo, es decir, pensar qué cosas hacemos, qué no hacemos, y qué deberíamos hacer, para que determinado orden de cosas que no está bien empiece a mejorar.
Hay veces, no obstante, en las que la responsabilidad sobre ciertos fenómenos es compartida entre muchos, en diversos grados. Determinar cuáles son esos grados es un sinceramiento necesario para empezar a entrar en contacto con esta realidad desde la acción.
¿Qué significa que la responsabilidad acerca del problema del “tránsito” es de “todos”? En primer lugar, que a todas las personas que transitamos la ciudad, independientemente del medio que usemos para ello, nos cabe la responsabilidad de mantener un equilibrio compartido y lo más armónico posible que evite, por ejemplo, más muertes. Que las decisiones que tomamos en cuanto a nuestro modo de movernos en la ciudad pueden determinar la vida y la muerte de personas, ya se trate de terceros, o de nosotros mismos. De esto se trata: de ser conscientes de que una “falta de tránsito” es más que la transgresión de una norma: es un acto que puede influir decisivamente en la vida de una o varias personas, e incluso acabar con la vida de alguien. Es una cuestión de vida o muerte.
El hecho de que no pensemos en esto cuando cruzamos la calle, o nos subimos a un vehículo, parece decir muchas cosas sobre nosotros mismos. Por un lado, no parecemos del todo conscientes del poder implicado en la toma de decisiones que involucra moverse en un entorno complejo como lo es una ciudad grande. Obramos como si viviésemos en un entorno rural. Pretendemos del “otro” comprensión frente a nuestra conducta, esperamos que sea el otro quien tenga que entender, pretendemos imponer nuestro apuro al del otro, queremos llegar antes. No importa para qué, no importa a qué precio. Lo que importa es no perder el tiempo. Las conductas de los peatones y de los conductores automovilísticos muestran, en general y por doquier, signos de un egoísmo superlativo e irritante.
Por otro lado, esas conductas expresan, a mi entender, un fenómeno más preocupante todavía: son el síntoma de un modo violento de relacionarnos, expresan una agresividad que parece encontrar uno de sus canales predilectos en las rutas, calles y autopistas. Nos movemos a los empujones y a las patadas. Nos miramos con recelo y con desprecio. Cada vez que transito la calle como peatón, sufro esperando al imbécil de turno que, demasiado ansioso por esperar para poder doblar esa esquina en coche, avance hacia mí pretendiendo apurar mi paso, presumiblemente a través del miedo de una posible confrontación entre persona y coche, entre carne y metal. ¿Por qué eso no es un hecho aislado? ¿Por qué no puedo caminar por Capital Federal sin que eso me ocurra cada 2 ó 3 cuadras? Los peatones no son más solidarios en su transitar. Cruzan por cualquier parte de la cuadra, en cualquier momento, calculando (bien, mal, o pésimo) la distancia o la velocidad de quien avanza (en su coche y en su ley) por la calle, sin pensar que, más allá de arriesgar su vida, están arriesgando a los conductores a sufrir un choque inexorable, o a generar una colisión en cadena, o simplemente a aumentar todavía más el stress que implica ya de por sí manejar un auto en una ciudad prácticamente colapsada como Capital Federal, adivinando lo que otros harán, anticipando conductas totalmente erráticas e imprevisibles.
¿Por qué esto se ha vuelto parte del paisaje cotidiano? ¿A partir de qué momento nos permitimos acostumbrarnos a este tipo de cosas? Creo que es porque, ante todo, estamos dramáticamente acostumbrados a que la violencia sea un modo de relación “normal” entre las personas. Creo que la violencia está instalada en todo tipo de prácticas relacionales, y eso se refleja en el paisaje urbano. ¿Acaso no es violencia que nos hayamos acostumbrado a ver gente revolviendo la basura para encontrar algo para comer? ¿No es acaso violenta nuestra indiferencia frente a ellos? Si podemos ser indiferentes frente al sufrimiento de quien no tiene qué comer, o dónde dormir, ¿Por qué nos llamaría la atención que alguien que no nos conoce, y sin ninguna razón aparente, parezca dispuesto a pasarnos por encima sólo porque está más apurado que nosotros? Somos responsables por nuestra “falta de sorpresa” ante esto. Somos responsables de no dedicar un sólo instante a reflexionar qué es lo que nos está pasando para que tantas muertes perfectamente evitables sigan siendo noticia diaria. Somos responsables de considerar que la muerte es algo que les pasa a los otros, mientras las estadísticas viales nos muestren que le puede pasar a cualquiera; somos en definitiva responsables de nuestra propia indiferencia ante el asunto.
Somos víctimas y responsables a la vez de la tragedia urbana a la que estamos expuestos cada vez que deseamos llegar a alguna parte transitando la ciudad.
Sería fácil armar un relato en virtud del cual el problema del “tránsito” se redujera a la crisis moral de un grupo aislado (o aislable) de seres antisociales, los cuales armados con autos en lugar de rifles, atacan a ciudadanos desprevenidos e indefensos. Esto es lo que se hace a menudo con la “inseguridad” (policial) relatada por los medios masivos de comunicación. Se instala una raíz del mal, una semilla que germina en determinados sectores “favorables” para ello, los cuales casi siempre son los más relegados, postergados, olvidados y despreciados por la dirigencia política, y por parte de esa misma sociedad: los “villeros”, los “pibes chorros”, etc. Pero la crisis implicada en las muertes por “accidentes” de “tránsito”, no puede ser explicada por este tipo de maniqueísmos complacientes. Requieren una reflexión en virtud de la cual somos todos parte del problema, o de la posible solución. No hay nadie (exterior) a quien echarle la culpa. Por eso es un tipo de reflexión tan poco frecuente. Porque no es cómoda. La reflexión acerca de la cotidianeidad es, en general, algo que a muy pocas personas les agrada. Porque lo cotidiano nos convoca, nos atraviesa y nos compromete.
Y porque estoy cansado de ser sólo una víctima de este tipo de realidades, es que estoy decidido promover la reflexión acerca de estos temas, que no parecen demasiado vigentes en la agenda de los medios informativos (salvo curiosas excepciones), o de autoridades gubernamentales.
Porque todavía confío en la capacidad reflexiva como motor de cambio de una realidad, cuando implica compromiso.
Porque considero que para eso están, entre otras cosas, los que gustan de hacer de la reflexión una costumbre, para ayudar a reflexionar sobre lo que parece obvio y cosa de todos los días.
Y porque me resisto a que tantas muertes, tan evitables, sean parte de mi paisaje cotidiano. Me resisto a pensar que mi destino y el de quienes me rodean sea el de ser meros espectadores ante el absurdo de estas tragedias.



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