lunes, 28 de noviembre de 2011

¿Palabras para qué?



  Suelo esperar mucho de las palabras. Tal vez abuse de ellas, puede que de a ratos llegue a pensar que son algo más que el instrumento que se usa para otra cosa, y hasta empiece a atribuirle bondades que no les son propias.
  A menudo me refugio en ellas. Y otras veces son el modo con el que mejor me expreso, y me permiten darme a conocer.
  De vez en cuando, sin embargo, me siento interpelado en mis expectativas sobre el uso de la palabra, siento cuestionada mi fe en ellas. En esos momentos tiendo a concluir (tal vez generalizando demasiado, seguramente exagerando mucho) que el uso de la palabra, como manera de vivir, de expresarse, de situarse en el mundo, se encuentra, en la sociedad y el tiempo que me tocan vivir, algo devaluado. Que la palabra y la reflexión con ella asociada no son cosas que a la mayoría de las personas les parezcan indispensables para vivir. Y, equivocado o no, ese tipo de conclusiones me preocupan bastante.
  Pero hay algo de bueno en esto de ser interpelados, y eso es que esa circunstancia nos brinda la posibilidad de justificar nuestra propia posición, de ser un poco menos dogmáticos y de revisar aquello en lo que creemos.
  ¿Por qué la palabra, entonces? ¿Para qué la palabra, todavía? ¿Cuántas cosas podemos obtener de nuestro paso por  la vida sin necesitar ser expertos en el uso de las palabras? ¿Cuántas batallas pueden ser ganadas sin la justificación que las palabras requieren? Seguramente muchas son las cosas, muchas las batallas.
  ¿Defiendo la palabra por sobre otros modos de acción porque realmente creo en ella, o sólo porque es en lo que soy más hábil? De ser así, mi apego a ella sería sólo una confesión de mis propias debilidades: no haber podido ser un hombre de acción me convirtió, de a poco pero inexorablemente, en un amante de la palabra.
  Hay, por otra parte, gente que decide dedicar su vida al pensamiento y la reflexión. ¿Cuál es el valor de esto hoy en día? El  otro día, de camino a casa, vi una publicidad de zapatos en la que se veía a un actor inglés famoso, sentado en un elegante sillón, mirando con aire imponente a quien le tomaba la foto (y eventualmente, a quien se situara frente al cartel publicitario). Un texto que acompañaba la imagen del actor alertaba sobre la importancia de lo que uno calza en los pies. Decía, aproximadamente y según recuerdo: “Ahora sé de dónde venís, lo que valés, y cómo tratarte”. Todo eso sabía la persona que miró al actor y escribió el texto. Según el criterio de los publicitarios, en eso consiste vestirse, usar zapatos. En expresar lo que uno es, lo que uno vale. ¿Qué lugar hay allí para las palabras? ¿Sirve de algo hablar cuando lo que uno viste son mocasines de La Salada? ¿Tiene alguna importancia lo que uno tenga para decir, por fuera de una mirada imponente, un buen traje y un buen par de zapatos? Bien podría ser válido que alguien me dijera que es fácil debatir con un cartel publicitario, o por elevación, con ciertos criterios publicitarios, y que para ello no hace falta calar mucho en honduras filosóficas. Puede ser. ¿Son, sin embargo, sólo criterios de un par de publicitarios polémicos,  o hay detrás de ello algo más?
  De la pregunta por ciertas supuestas obviedades están construidas la mayoría de las perspectivas que en algún momento se vuelven filosóficas.  Preguntémonos, entonces, una obviedad: ¿Acaso es mentira que el éxito económico es, entre otras cosas, el tipo de factores que parecen volver inútil cualquier reflexión o pregunta acerca del sentido de la realidad que nos toca vivir? ¿Qué tiene de raro que una publicidad diga que sólo mirando a lo que alguien tiene puesto en los pies sabremos qué clase de persona es? Creo que nada. Cuando lo máximo que puede pretender un ser humano es acceder a todo lo que el consumo pueda ofrecerle, ¿Para qué pensar?  Aunque también cabría preguntarse: ¿Significa eso una derrota de la palabra y de la reflexión, o en todo caso, es el síntoma de una necesidad cada vez más grande de respuestas acerca del modo como decidimos definir lo que somos?
  Justamente porque son demasiadas las cosas que podemos obtener sin necesidad de la palabra y la reflexión, es que la reflexión se vuelve cada vez más necesaria. Precisamente en virtud de que son demasiadas las batallas que se ganan sin intervención de ningún argumento ni sentido que no sea el dinero y el poder, es que la palabra cobra todo el sentido que necesita para que deseemos usarla. Porque es lo único que puede dotar de sentido nuestra existencia en un mundo que parece no regirse por ninguna razón que no sea la concatenación prolija de múltiples egoísmos y vacuidades, de muchedumbre de fuerzas brutas y casi mudas, pero no por eso menos fuertes.
  Porque la palabra permite decir, permite pensar, la palabra ayuda a entender, a resistir, a construir realidades distintas a las que desean los que pretenden que nos callemos.
 Porque la palabra es la fuerza de los que no tenemos la brutalidad de ciertas otras fuerzas que algunos nos imponen.
  Porque cuando la palabra es un modo de resistir, de pensar, de crear una realidad nueva, empieza a dejar de ser sólo palabra, y se vuelve acción.
  Para todas esas cosas, palabras. Para vos y para mí, para ellos. Para el que se anime a ser interpelado por ellas, y a abarcar lo que tal vez nunca pueda ser del todo comprendido.
  Palabras para muchas, realmente muchas cosas.

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