Hay quienes creen que todo intento de autobiografía da como resultado una obra de ficción, así como dentro de la literatura ficcionaria podemos encontrar mucho de autobiografías. Borges solía insistir en esa ironía, la cual siempre me pareció divertida.
Si es cierto que también todos somos de algún modo escritores, ya sea en acto o en potencia (otra ironía borgeana), también es cierto que solemos ser autores de nuestras propias biografías. Tal vez esos intentos literarios no terminen nunca en hojas impresas, pero sí representan el modo como decidimos reconstruir nuestra propia historia, y como nos llevamos con ella. Se podría ir más profundo y pensar que en realidad y más allá del modo como intentemos describirnos a nosotros mismos desde nuestro pasado, somos autores del hecho estético que puede llegar a ser una vida humana en su totalidad (cosa que han intentado muchas personas, con éxito diverso), el cual termina siendo un hecho concreto y palpable para cualquiera que nos haya conocido mientras vivamos. Pero creo esa pretensión es demasiado pedir para muchos, y seguramente para mí también. Más allá de intentar ser arquitectos de una vida, somos al menos vivientes, y en cuanto tales, autores de nuestras propias biografías.
Escribimos nuestra propia autobiografía cada vez que nos topamos con nuestro pasado, desde el recuerdo, la foto, o el relato con el que definimos lo que nos pasó, o de lo que fuimos. Ese relato, tal vez por no estar la mayoría de las veces definido en palabras en un texto, es una sustancia viva, algo modificable y modificado constantemente. Nunca está del todo terminado lo que podamos pensar sobre lo que fuimos, en parte porque lo miramos desde lo que somos o creemos ser, perspectiva que siempre está abierta al cambio.
Cuando Borges insinuaba que todo intento de autobiografía termina en una obra de ficción, creo que intentaba plantear el problema de querer llegar a una verdad que se escapa, que es la verdad histórica de nuestro pasado, la cual, demasiado atravesada por nuestra subjetiva apreciación, termina deformada por nuestros propios deseos y pretensiones: estamos demasiado ocupados deseando haber sido algo como para entender lo que realmente fuimos. Estoy de acuerdo con la consideración de esa limitación. Pero ¿Existe una verdad histórica sobre nuestro pasado? Incluso suponiendo que tal entidad objetiva existiera (objetiva: es decir independiente de un sujeto, o más precisamente, inútil para un sujeto el cual se acerca a ella con una necesidad, un deseo y una intencionalidad concreta y humana), ¿Cuál sería el valor de una verdad independiente de sus protagonistas? Si tal verdad histórica (y objetiva) existiera, en todo caso no sería útil para el que quiera conocer su pasado como una necesidad, como un impulso en el cual reconocerse a sí mismo y consolidar su propia identidad.
Estoy de acuerdo, entonces, con Borges, en la idea de que cuando hablamos de nuestro pasado (o simplemente lo pensamos) de algún modo lo deformamos. Lo impregnamos de deseo, de intencionalidad, de interpretación falible, de pretensiones acerca de nosotros mismos, y seguramente también de cierto carácter enajenado propio de mirarnos como “objeto” de algo, en este caso, de una historia vital.
Metáforas raras que escuché cuando era muy chico me llevaron a pensar en esa época en mi propia vida como una obra cinematográfica en la cual, de algún modo, yo era el protagonista. Narcicismo infantil mediante, miraba el mundo desde una perspectiva central, casi heroica. A veces me pregunto hasta qué punto será posible para cualquier persona en general despegarse del todo de esa perspectiva infantil y egocéntrica desde la cual mirar el mundo. Después de todo, la comprensión cabal de la transitoriedad del propio ser, así como la conciencia de que el mundo puede y seguirá funcionando perfectamente sin nosotros no es algo que me parezca muy habitual en la mayoría de las personas que conozco. Por el contrario, a veces me da la impresión de que la mayoría de las personas actúan como si fueran inmortales, como si la muerte fuera algo que siempre les pasa a los demás, como si realmente asistieran a una función de cine en la cual se exhibe la película en donde son los protagonistas invencibles.
¿Qué valor tiene, entonces, la reconstrucción de la propia historia? Gran parte de esa reconstrucción autobiográfica morirá con nosotros algún día lejano o cercano sin dejar ningún rastro, y pertenecerá sin dudas a ese orden de lo transitorio sin lo cual el mundo puede y seguirá funcionando sin ningún tipo de problemas. Tal vez por eso es que por el momento no siento ningún impulso a dejar por escrito una autobiografía. Considero que el verdadero valor de una autobiografía es que representa el modo como una persona busca respuestas acerca de sí misma en su propio pasado, y esas respuestas sólo sirven para su experiencia vital, la cual es de por sí intransferible. Publicar una autobiografía me parece de algún modo una traición a ese concepto, pues el proceso que está implicado en ella (al menos como yo la concibo) es intrínsecamente personal y solitario. Al difundir públicamente una lectura sobre lo que fuimos, es fácil caer en el error de que lo que escribimos es “historia”, y asociar dicha “historia” con cierto curso “objetivo” de lo que ha estado pasando en nuestra vida. Y dicha “objetividad” es la mayor traición a un intento de autobiografía, la cual consiste, precisamente, en comprender la construcción de la propia subjetividad.
Somos, de algún modo, nuestra propia historia. La construcción permanente de lo que fuimos nos da una identidad y nos posiciona frente a lo que queda por vivir. Expresamos mucho de nosotros mismos en la lectura que hacemos acerca de nuestro pasado. Cuando pensamos en una época que conocimos y que está hoy alejada de nosotros, la miramos precisamente desde esa otra construcción que es nuestra propia autobiografía. Nos expresamos a través de ella, incluso aunque no nos lo propongamos: la historia de lo que fuimos consigue abrirse paso a través de nuestra cotidianeidad siempre, como muchos aprendimos desde el psicoanálisis en adelante. Hay algo de apasionante en ello. En esa paradójica e inútil afirmación occidental del “yo” contra el curso incesante e infinito del mundo, batalla de antemano perdida, seguramente además de tonto, hay algo de heroico también.
Eugene Ionesco, en la obra “El rey se muere” sugería la tragedia que implica (en el medio del absurdo general del tono de la obra) la muerte de una singular persona, sea rey o no. La muerte de una persona como la muerte de un universo entero. El mundo entero, captado y sintetizado en los ojos del rey que se cerraban, caería. Lo banal de una muerte más, mezclado con la tragedia de la muerte de un ser autoconsciente, es la síntesis del absurdo en el que estamos metidos cuando da la casualidad de que estamos vivos. Una autobiografía suele ser el testimonio muchas veces silencioso e íntimo de esa experiencia condenada de antemano al olvido.

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