Con este texto inauguro la categoría “tierra de nadie” del blog. Descubrí mientras titulaba estas líneas que el concepto “tierra de nadie” tiene suficiente potencial como para que alguien decida inaugurar una sección de algo, o un blog, o muchas más cosas. El pensar filosófico suele moverse, a mi entender, en ciertas tierras de nadie, es decir, en ámbitos de difícil definición. Se pregunta por demasiadas cosas, muchas de las cuales pueden no parecer demasiado filosóficas. Sería difícil, por otra parte (y habría que preguntarse hasta qué punto sería interesante), definir de manera tajante dónde “termina” la filosofía y (¿automáticamente?) empieza otra cosa (¿La “literatura”? ¿La falta de rigor? ¿La charla de café?). Es curioso que una de las tierras de nadie más frecuentadas por quienes paseamos por la filosofía sea el vínculo entre la filosofía y la literatura. Creo que la experiencia de ese vínculo (o de la falta de él, en la incertidumbre de no saber por momentos dónde está uno parado) suele ser algo no muy grato para los filósofos. No creo que pase lo mismo con un “escritor” (es decir con un escritor, por ejemplo, de novelas o cuentos) cuando crea advertir que está incursionando en la reflexión filosófica. Me enfocaré, entonces, en el prejuicio en virtud del cual el filósofo tiene miedo de ser considerado “meramente un escritor”.
El miedo a la mera literatura
Muchos autores de literatura “filosófica” (es decir, autoridades en una comunidad filosófica determinada) se sentirían ofendidos si se los acusara de “meros escritores”. Una vez hablaba con un amigo, cuya inteligencia respeto mucho, sobre la profundidad filosófica de la obra de Borges, profundidad en la que él no creía demasiado, y ante lo cual me contestó “Sí, pero la filosofía es algo más que un conjunto de frases bonitas”.
Borges, en el cuento “El Aleph”, describió a un personaje singular, una caricatura del escritor (y tal vez una caricatura de sí mismo), o más precisamente el arquetipo del “mal” escritor, llamado Carlos Argentino Daneri. Un tipo que abundaba en “inservibles analogías” y en “ociosos escrúpulos”. En el cuento, Daneri le relata a Borges, cada tanto, alguno de sus absurdos emprendimientos, alguna de sus grandilocuentes ideas. Borges reflexiona con su característica ironía al respecto, en una curiosa frase : “Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía”. Creo que Borges ironizó sobre un tipo de prejuicio bastante arraigado en algunos ámbitos, que asocia la “literatura literaria” (término curioso, por otra parte, cuya necesidad aclaratoria parece similar a la de “filosofía filosófica”, “hogar hogareño”, o “Brasil brasileiro”) a un mero palabrerío insignificante e insustancial. La filosofía, en oposición a esto, representaría por su parte un discurso “necesario”(es decir, útil para, por ejemplo, conocer algunas realidades) y sólido, provechoso y comprometido con “la verdad”. Así, desde la caricatura (borgeana o no), tenemos sintetizado el miedo de cruzar esta tierra de nadie filosófica: es un miedo a dejar de ser los portadores de un discurso verdadero y provechoso, para empezar a ser los charlatanes de café intrascendentes que abundan el ambiente “literario”.
Alguien puede decirme que abuso de la síntesis, que esas caricaturas se encuentran demasiado deformadas como para representar la postura real de alguien que frecuente el pensar filosófico. Y puede que sea cierto (y que cierto vicio pedagógico me lleve a exagerar cualquier tipo de explicación de algo en general). Pero ¿Qué hay, en el miedo del filósofo a la mera literatura, que no sea desmesurado y prejuicioso, o desmesuradamente prejuicioso, respecto de lo que significa la literatura como arte? Hay prejuicio y hay desmesura, y en un nivel tan exagerado que es difícil de matizar. La parte de mí que ama la literatura (¿literaria?), que se considera a sí misma “escritor, en acto o en potencia”, como definía y criticaba Borges, se resiste a aceptar ese tipo de prejuicios.
Entiendo que una distinción tajante entre los dos ámbitos suele implicar necesidades que no tienen mucho de filosóficas, pero que involucran la necesidad de definirse como productores de un discurso determinado, en sociedades que privilegian ciertas producciones de discurso por sobre otras, las cuales son menos valoradas y/o reconocidas para acceder a –o jactarse de- algo. ¿Uno filosofa para que otros lo llamen “filósofo”? ¿Podrá alguien algún día llamarnos “filósofo” sin que nos ruboricemos demasiado? ¿Hasta cuándo será tan importante lo que otros digan respecto de lo que somos o nos creemos ser capaces de hacer? ¿Tan desvalorizada se encuentra la filosofía que las personas que la ejercen no se creen capaces de definirse por ella (y casi nadie parece dispuesto tampoco a concederle ese lugar)?
La filosofía como autodeterminación
Uno de los legados que más aprecio de la Ilustración como proyecto está sintetizado en la invitación a hacernos cargo de nuestro propio pensar, a alcanzar la madurez suficiente como para no apoyarnos constantemente en la autoridad ajena para decir lo que tengamos que decir. “Atrévete a pensar por ti mismo” escribió Kant en “¿Qué es la ilustración?”, y su frase me sigue pareciendo tan inspiradora como la primera vez que la leí.
Entiendo que el miedo del filósofo a la “mera literatura” tiene que ver con un espacio que la filosofía parece dejar siempre vacante: el de sus propios límites. El filósofo, en tanto productor del discurso, se ve interpelado constantemente por la falta de límites precisos en cuanto sus propias y posibles preocupaciones, es decir en cuanto al objeto de su curiosidad y de sus preguntas, y ante esa incertidumbre muchas veces se defiende atacando, es decir, desvalorizando el discurso de un “otro” menos válido para decir algo, menos autorizado (por algo o alguien), menos “comprometido con una realidad”, y el blanco que le parece a menudo fácil es el “escritor”: el que a conciencia y sin ninguna culpa escribe en el ámbito de la ficción (exclusivamente o no tanto).
Pueden haber muchos motivos para la elección particular de ese “otro” menospreciado: las afinidades entre ambos modos de hacer las cosas son muchísimas. Una de las motivaciones que me parecen más interesantes podría ser la envidia: el “escritor” no necesita dar demasiadas explicaciones acerca de lo que hace, una vez es considerado y respetado como tal. No tiene que rendir demasiados exámenes que no se limiten al juicio acerca de si lo que hace es bueno o no (lo cual además es simplemente cuestión de opinión y crítica ante un hecho estético), de si la ejecución de la obra es pobre o magistral. El filósofo, por otra parte, suele tener miedo de, además de ser tildado de mediocre (lo que le puede pasar al escritor o al carpintero), de no ser considerado, en virtud de su obra, ni siquiera filósofo. Nadie diría, de un escritor, que dejó de ser escritor porque uno de sus cuentos o de sus novelas es horrible. En cambio un filósofo que empieza a ocuparse de cosas demasiado “mundanas” o extravagantes, o simplemente “arbitrarias” respecto de lo que una comunidad filosófica considere “filosófico”, puede empezar a dejar de ser considerado filósofo.
Entiendo que el miedo del filósofo a la “mera literatura” tiene que ver con un espacio que la filosofía parece dejar siempre vacante: el de sus propios límites. El filósofo, en tanto productor del discurso, se ve interpelado constantemente por la falta de límites precisos en cuanto sus propias y posibles preocupaciones, es decir en cuanto al objeto de su curiosidad y de sus preguntas, y ante esa incertidumbre muchas veces se defiende atacando, es decir, desvalorizando el discurso de un “otro” menos válido para decir algo, menos autorizado (por algo o alguien), menos “comprometido con una realidad”, y el blanco que le parece a menudo fácil es el “escritor”: el que a conciencia y sin ninguna culpa escribe en el ámbito de la ficción (exclusivamente o no tanto).
Pueden haber muchos motivos para la elección particular de ese “otro” menospreciado: las afinidades entre ambos modos de hacer las cosas son muchísimas. Una de las motivaciones que me parecen más interesantes podría ser la envidia: el “escritor” no necesita dar demasiadas explicaciones acerca de lo que hace, una vez es considerado y respetado como tal. No tiene que rendir demasiados exámenes que no se limiten al juicio acerca de si lo que hace es bueno o no (lo cual además es simplemente cuestión de opinión y crítica ante un hecho estético), de si la ejecución de la obra es pobre o magistral. El filósofo, por otra parte, suele tener miedo de, además de ser tildado de mediocre (lo que le puede pasar al escritor o al carpintero), de no ser considerado, en virtud de su obra, ni siquiera filósofo. Nadie diría, de un escritor, que dejó de ser escritor porque uno de sus cuentos o de sus novelas es horrible. En cambio un filósofo que empieza a ocuparse de cosas demasiado “mundanas” o extravagantes, o simplemente “arbitrarias” respecto de lo que una comunidad filosófica considere “filosófico”, puede empezar a dejar de ser considerado filósofo.
Es cierto que nadie produce discurso desde la nada de una soledad pura y adánica (como nadie aprende a hablar en soledad, y nadie humano en general sobrevive a la primera infancia en soledad). Pero ingresar a la filosofía desde el miedo al propio decir, al propio pensar, me parece un error muy grande. Tal vez exista o debiera existir un equilibrio entre las exigencias de una comunidad filosófica y las prerrogativas de las personas que filosofen. Tal vez un equilibrio entre ambas sea necesario. Tal vez no. Tal vez la actitud de quienes desean filosofar deba empezar por perderle el miedo a cierto tipo de autoridades, sin lo cual será imposible atrevernos a “pensar por nosotros mismos”, como invitaba Kant. No tengo una respuesta definitiva al respecto. Sé que invitar al cuestionamiento de ciertas autoridades parece un acto de excesiva soberbia. Pero ¿Qué forma de expresar lo que uno piensa no es de algún modo un acto de soberbia? Considerar que uno tiene algo que decir, algo que escribir, implica creerse autorizado a que otros lo escuchen, a que otros lo lean, y a ser recordado por eso. De lo contrario ¿Por qué no llamarse al silencio?
No le pidamos permiso a nadie para pensar, o para decir algo.

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