martes, 27 de diciembre de 2011

El arte y su ontologización de lo presente


  En muchos fenómenos artísticos y culturales podemos ver atisbos de una construcción de la idea de un “tiempo presente”.  El cine de ciencia ficción, por ejemplo, suele implicar ciertos intentos de síntesis respecto de la época en que narra la historia. Las películas que involucran viajes en el tiempo suelen fortalecer los contrastes con el futuro o el pasado en función de resumidas síntesis respecto de lo que la época “presente” significa. Si algo me gustaba de “Back To The Future” era el esfuerzo por registrar lo esencial de épocas disímiles, pero al mismo tiempo familiares para algunos espectadores: los que al mirar la película tuvieran, por ejemplo, 50 años. Seleccionaron música, vestimenta, arquitectura de los años ’50, para poder contrastarlos con el “presente” que en ese momento fue 1985. Lo interesante para mí, por sobre todo, es que necesitaron, para hacer más efectivo el relato, reconstruir, a su vez, el año 1985 en el que ellos mismos se encontraban. Intentaron mirar con ojos extraños su propia época (el protagonista usaba una campera “de moda”, la cual parecía sin embargo ser un salvavidas, por lo cual un habitante de 1955 le hace una broma al respecto). Vistieron al protagonista “a la moda”, y al mismo tiempo que lo hacían, dejaban cierto tipo de testimonio de lo que la época pensaba de sí misma, de cómo los años ’80 pretendían ser cierto tipo de superación de épocas pasadas, en las que todo estaba todavía “a medio hacerse”: Marty Mc Fly ve su ciudad incompleta, en construcción. Esto tiene que ver con una proyección del sueño americano, en virtud del cual vemos cómo sus padres llegan a la madurez alcanzando lo que desean (a nivel económico), y la ciudad (Hill Valley) refleja ese crecimiento en un nivel más global: está completamente desarrollada y “mejorada”, a excepción de la torre del reloj, que quedó detenida como una metáfora de la anomalía temporal de la que será testigo. Los tics, modos de hablar de Mc Fly, su ropa, sus zapatillas y su actitud, son el resumen y la síntesis de lo que los realizadores de “Back To The Future” consideraron representaba su propia época. Hay en ello un carácter autorreferencial, cierta idea de que esa época significaba el punto de llegada de algo. Puesto que en esa primera película el único punto de comparación es el pasado, el presente, en tanto punto de llegada, es el único futuro cierto. No es de extrañar en el cine norteamericano cierto etnocentrismo (especialmente en el cine catástrofe, tremendamente reaccionario, en el cual el único país en donde se toman las decisiones y se producen los héroes es EEUU), pero películas como Back To The Future sugieren, además, la idea de un presente como punto de llegada, como entidad en sí misma, la cual sintetiza lo anterior. Y es en esa suerte de “ontologización” del presente en donde más me gusta detenerme a pensar. Los ‘80’s aparecen como una época que se comprende a sí misma, que determina hacia dónde habían de llegar los años anteriores, e incluso como algo deseable en sí mismo con relación a lo anterior. Ver “superados” a los ’80, verlos hoy tan lejanos como los ’50 lo eran entonces es, para quienes vivimos la década y vimos la película en ese entonces, una experiencia peculiar. Postular (o al menos sugerir) cierto carácter cuasi definitivo de una época en particular parece algo absurdo e insostenible, pero no deja de tener algún encanto a mi entender. Implica la idea de afirmar lo transitorio pese a todo, empresa que es de antemano irrealizable, pero no por eso menos honesta: después de todo, siempre que producimos discurso o ideas lo hacemos desde un lugar finito en todo sentido, pero por sobre todo, temporal.

viernes, 23 de diciembre de 2011

La autobiografía como ficción irrecuperable



  Hay quienes creen que todo intento de autobiografía da como resultado una obra de ficción, así como dentro de la literatura ficcionaria podemos encontrar mucho de autobiografías. Borges solía insistir en esa ironía, la cual siempre me pareció divertida.

  Si es cierto que también todos somos de algún modo escritores, ya sea en acto o en potencia (otra ironía borgeana), también es cierto que solemos ser autores de nuestras propias biografías. Tal vez esos intentos literarios no terminen nunca en hojas impresas, pero sí representan el modo como decidimos reconstruir nuestra propia historia, y como nos llevamos con ella. Se podría ir más profundo y pensar que en realidad y más allá del modo como intentemos describirnos a nosotros mismos desde nuestro pasado, somos autores del hecho estético que puede llegar a ser una vida humana en su totalidad (cosa que han intentado muchas personas, con éxito diverso), el cual termina siendo un hecho concreto y palpable para cualquiera que nos haya conocido mientras vivamos. Pero creo esa pretensión es demasiado pedir para muchos, y seguramente para mí también. Más allá de intentar ser arquitectos de una vida, somos al menos vivientes, y en cuanto tales, autores de nuestras propias biografías.

  Escribimos nuestra propia autobiografía cada vez que nos topamos con nuestro pasado, desde el recuerdo, la foto, o el relato con el que definimos lo que nos pasó, o de lo que fuimos. Ese relato, tal vez por no estar la mayoría de las veces definido en palabras en un texto, es una sustancia viva, algo modificable y modificado constantemente. Nunca está del todo terminado lo que podamos pensar sobre lo que fuimos, en parte porque lo miramos desde lo que somos o creemos ser, perspectiva que siempre está abierta al cambio.

  Cuando Borges insinuaba que todo intento de autobiografía termina en una obra de ficción, creo que intentaba plantear el problema de querer llegar a una verdad que se escapa, que es la verdad histórica de nuestro pasado, la cual, demasiado atravesada por nuestra subjetiva apreciación, termina deformada por nuestros propios deseos y pretensiones: estamos demasiado ocupados deseando haber sido algo como para entender lo que realmente fuimos. Estoy de acuerdo con la consideración de esa limitación. Pero ¿Existe una verdad histórica sobre nuestro pasado? Incluso suponiendo que tal entidad objetiva existiera (objetiva: es decir independiente de un sujeto, o más precisamente, inútil para un sujeto el cual se acerca a ella con una necesidad, un deseo y una intencionalidad concreta y humana), ¿Cuál sería el valor de una verdad independiente de sus protagonistas? Si tal verdad histórica (y objetiva) existiera, en todo caso no sería útil para el que quiera conocer su pasado como una necesidad, como un impulso en el cual reconocerse a sí mismo y consolidar su propia identidad.

  Estoy de acuerdo, entonces, con Borges, en la idea de que cuando hablamos de nuestro pasado (o simplemente lo pensamos) de algún modo lo deformamos. Lo impregnamos de deseo, de intencionalidad, de interpretación falible, de pretensiones acerca de nosotros mismos, y seguramente también de cierto carácter enajenado propio de mirarnos como “objeto” de algo, en este caso, de una historia vital.

  Metáforas raras que escuché cuando era muy chico me llevaron a pensar en esa época en mi propia vida como una obra cinematográfica en la cual, de algún modo, yo era el protagonista. Narcicismo infantil mediante, miraba el mundo desde una perspectiva central, casi heroica. A veces me pregunto hasta qué punto será posible para cualquier persona en general despegarse del todo de esa perspectiva infantil y egocéntrica desde la cual mirar el mundo. Después de todo, la comprensión cabal de la transitoriedad del propio ser, así como la conciencia de que el mundo puede y seguirá funcionando perfectamente sin nosotros no es algo que me parezca muy habitual en la mayoría de las personas que conozco. Por el contrario, a veces me da la impresión de que la mayoría de las personas actúan como si fueran inmortales, como si la muerte fuera algo que siempre les pasa a los demás, como si realmente asistieran a una función de cine en la cual se exhibe la película en donde son los protagonistas invencibles.

  ¿Qué valor tiene, entonces, la reconstrucción de la propia historia? Gran parte de esa reconstrucción autobiográfica morirá con nosotros algún día lejano o cercano sin dejar ningún rastro, y pertenecerá sin dudas a ese orden de lo transitorio sin lo cual el mundo puede y seguirá funcionando sin ningún tipo de problemas. Tal vez por eso es que por el momento no siento ningún impulso a dejar por escrito una autobiografía. Considero que el verdadero valor de una autobiografía es que representa el modo como una persona busca respuestas acerca de sí misma en su propio pasado, y esas respuestas sólo sirven para su experiencia vital, la cual es de por sí intransferible. Publicar una autobiografía me parece de algún modo una traición a ese concepto, pues el proceso que está implicado en ella (al menos como yo la concibo) es intrínsecamente personal y solitario. Al difundir públicamente una lectura sobre lo que fuimos, es fácil caer en el error de que lo que escribimos es “historia”, y asociar dicha “historia” con cierto curso “objetivo” de lo que ha estado pasando en nuestra vida. Y dicha “objetividad” es la mayor traición a un intento de autobiografía, la cual consiste, precisamente, en comprender la construcción de la propia subjetividad.

  Somos, de algún modo, nuestra propia historia. La construcción permanente de lo que fuimos nos da una identidad y nos posiciona frente a lo que queda por vivir. Expresamos mucho de nosotros mismos en la lectura que hacemos acerca de nuestro pasado. Cuando pensamos en una época que conocimos y que está hoy alejada de nosotros, la miramos precisamente desde esa otra construcción que es nuestra propia autobiografía. Nos expresamos a través de ella, incluso aunque no nos lo propongamos: la historia de lo que fuimos consigue abrirse paso a través de nuestra cotidianeidad siempre, como muchos aprendimos desde el psicoanálisis en adelante. Hay algo de apasionante en ello. En esa paradójica e inútil afirmación occidental del “yo” contra el curso incesante e infinito del mundo, batalla de antemano perdida, seguramente además de tonto, hay algo de heroico también.

  Eugene Ionesco, en la obra “El rey se muere” sugería la tragedia que implica (en el medio del absurdo general del tono de la obra) la muerte de una singular persona, sea rey o no. La muerte de una persona como la muerte de un universo entero. El mundo entero, captado y sintetizado en los ojos del rey que se cerraban, caería. Lo banal de una muerte más, mezclado con la tragedia de la muerte de un ser autoconsciente, es la síntesis del absurdo en el que estamos metidos cuando da la casualidad de que estamos vivos. Una autobiografía suele ser el testimonio muchas veces silencioso e íntimo de esa experiencia condenada de antemano al olvido.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

La tierra de nadie entre la filosofía y la literatura

  Con este texto inauguro la categoría “tierra de nadie” del blog. Descubrí mientras titulaba estas líneas que el concepto “tierra de nadie” tiene suficiente potencial como para que alguien decida inaugurar una sección de algo, o un blog, o muchas más cosas. El pensar filosófico suele moverse, a mi entender, en ciertas tierras de nadie, es decir, en ámbitos de difícil definición. Se pregunta por demasiadas cosas, muchas de las cuales pueden no parecer demasiado filosóficas. Sería difícil, por otra parte (y habría que preguntarse hasta qué punto sería interesante), definir de manera tajante dónde “termina” la filosofía y (¿automáticamente?) empieza otra cosa (¿La “literatura”? ¿La falta de rigor? ¿La charla de café?). Es curioso que una de las tierras de nadie más frecuentadas por quienes paseamos por la filosofía sea el vínculo entre la filosofía y la literatura. Creo que la experiencia de ese vínculo (o de la falta de él, en la incertidumbre de no saber por momentos dónde está uno parado) suele ser algo no muy grato para los filósofos. No creo que pase lo mismo con un “escritor” (es decir con un escritor, por ejemplo, de novelas o cuentos) cuando crea advertir que está incursionando en la reflexión filosófica. Me enfocaré, entonces, en el prejuicio en virtud del cual el filósofo tiene miedo de ser considerado “meramente un escritor”.

El miedo a la mera literatura
  Muchos autores de literatura “filosófica” (es decir, autoridades en una comunidad filosófica determinada) se sentirían ofendidos si se los acusara de “meros escritores”. Una vez hablaba con un amigo, cuya inteligencia respeto mucho, sobre la profundidad filosófica de la obra de Borges, profundidad en la que él no creía demasiado, y ante lo cual me contestó “Sí, pero la filosofía es algo más que un conjunto de frases bonitas”.
  Borges, en el cuento “El Aleph”, describió a un personaje singular, una caricatura del escritor (y tal vez una caricatura de sí mismo), o más precisamente el arquetipo del “mal” escritor, llamado Carlos Argentino Daneri. Un tipo que abundaba en “inservibles analogías” y en “ociosos escrúpulos”. En el cuento, Daneri le relata a Borges, cada tanto, alguno de sus absurdos emprendimientos, alguna de sus grandilocuentes ideas. Borges reflexiona con su característica ironía al respecto, en una curiosa frase : Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía”. Creo que Borges ironizó sobre un tipo de prejuicio bastante arraigado en algunos ámbitos, que asocia  la “literatura literaria” (término curioso, por otra parte, cuya necesidad aclaratoria parece similar a la de “filosofía filosófica”, “hogar hogareño”, o “Brasil brasileiro”) a un mero palabrerío insignificante e insustancial. La filosofía, en oposición a esto, representaría por su parte un discurso “necesario”(es decir, útil para, por ejemplo, conocer algunas realidades) y sólido, provechoso y comprometido con “la verdad”. Así, desde la caricatura (borgeana o no), tenemos sintetizado el miedo de cruzar esta tierra de nadie filosófica: es un miedo a dejar de ser los portadores de un discurso verdadero y provechoso, para empezar a ser los charlatanes de café intrascendentes que abundan el ambiente “literario”.
 Alguien puede decirme que abuso de la síntesis, que esas caricaturas se encuentran demasiado deformadas como para representar la postura real de alguien que frecuente el pensar filosófico. Y puede que sea cierto (y que cierto vicio pedagógico me lleve a exagerar cualquier tipo de explicación de algo en general). Pero ¿Qué hay, en el miedo del filósofo a la mera literatura, que no sea desmesurado y prejuicioso, o desmesuradamente prejuicioso, respecto de lo que significa la literatura como arte? Hay prejuicio y hay desmesura, y en un nivel tan exagerado que es difícil de matizar. La parte de mí que ama la literatura (¿literaria?), que se considera a sí misma “escritor, en acto o en potencia”, como definía y criticaba Borges, se resiste a aceptar ese tipo de prejuicios.
  Entiendo que una distinción tajante entre los dos ámbitos suele implicar necesidades que no tienen mucho de filosóficas, pero que involucran la necesidad de definirse como productores de un discurso determinado, en sociedades que privilegian ciertas producciones de discurso por sobre otras, las cuales son menos valoradas y/o reconocidas para acceder a –o jactarse de- algo. ¿Uno filosofa para que otros lo llamen “filósofo”? ¿Podrá alguien algún día llamarnos “filósofo” sin que nos ruboricemos demasiado? ¿Hasta cuándo será tan importante lo que otros digan respecto de lo que somos o nos creemos ser capaces de hacer? ¿Tan desvalorizada se encuentra la filosofía que las personas que la ejercen no se creen capaces de definirse por ella (y casi nadie parece dispuesto tampoco a concederle ese lugar)?

La filosofía como autodeterminación
  Uno de los legados que más aprecio de la Ilustración como proyecto está sintetizado en la invitación a hacernos cargo de nuestro propio pensar, a alcanzar la madurez suficiente como para no apoyarnos constantemente en la autoridad ajena para decir lo que tengamos que decir. “Atrévete a pensar por ti mismo” escribió Kant en “¿Qué es la ilustración?”, y su frase me sigue pareciendo tan inspiradora como la primera vez que la leí.
  Entiendo que el miedo del filósofo a la “mera literatura” tiene que ver con un espacio que la filosofía parece dejar siempre vacante: el de sus propios límites. El filósofo, en tanto productor del discurso, se ve interpelado constantemente por la falta de límites precisos en cuanto sus propias y posibles preocupaciones, es decir en cuanto al objeto de su curiosidad y de sus preguntas, y ante esa incertidumbre muchas veces se defiende atacando, es decir, desvalorizando el discurso de un “otro” menos válido para decir algo, menos autorizado (por algo o alguien), menos “comprometido con una realidad”, y el blanco que le parece a menudo fácil es el “escritor”: el que a conciencia y sin ninguna culpa escribe en el ámbito de la ficción (exclusivamente o no tanto).
  Pueden haber muchos motivos para la elección particular de ese “otro” menospreciado: las afinidades entre ambos modos de hacer las cosas son muchísimas. Una de las motivaciones que me parecen más interesantes podría ser la envidia: el “escritor” no necesita dar demasiadas explicaciones acerca de lo que hace, una vez es considerado y respetado como tal. No tiene que rendir demasiados exámenes que no se limiten al juicio acerca de si lo que hace es bueno o no (lo cual además es simplemente cuestión de opinión y crítica ante un hecho estético), de si la ejecución de la obra es pobre o magistral. El filósofo, por otra parte, suele tener miedo de, además de ser tildado de mediocre (lo que le puede pasar al escritor o al carpintero), de no ser considerado, en virtud de su obra, ni siquiera filósofo. Nadie diría, de un escritor, que dejó de ser escritor porque uno de sus cuentos o de sus novelas es horrible. En cambio un filósofo que empieza a ocuparse de cosas demasiado “mundanas” o extravagantes, o simplemente “arbitrarias” respecto de lo que una comunidad filosófica considere “filosófico”, puede empezar a dejar de ser considerado filósofo.
  Es cierto que nadie produce discurso desde la nada de una soledad pura y adánica (como nadie aprende a hablar en soledad,  y nadie humano en general sobrevive a la primera infancia en soledad). Pero ingresar a la filosofía desde el miedo al propio decir, al propio pensar, me parece un error muy grande.  Tal vez exista o debiera existir un equilibrio entre las exigencias de una comunidad filosófica y las prerrogativas de las personas que filosofen. Tal vez un equilibrio entre ambas sea necesario. Tal vez no. Tal vez la actitud de quienes desean filosofar deba empezar por perderle el miedo a cierto tipo de autoridades, sin lo cual será imposible atrevernos a “pensar por nosotros mismos”, como invitaba Kant. No tengo una respuesta definitiva al respecto. Sé que invitar al cuestionamiento de ciertas autoridades parece un acto de excesiva soberbia. Pero ¿Qué forma de expresar lo que uno piensa no es de algún modo un acto de soberbia? Considerar que uno tiene algo que decir, algo que escribir, implica creerse autorizado a que otros lo escuchen, a que otros lo lean, y a ser recordado por eso. De lo contrario ¿Por qué no llamarse al silencio?
  No le pidamos permiso a nadie para pensar, o para decir algo.

jueves, 1 de diciembre de 2011

La cotidianeidad de un drama urbano



Las cifras y estadísticas nacionales lo indican. Tenemos un –grave- problema para desplazarnos, coordinar el movimiento, considerar nuestro entorno, medir las distancias…Básicamente, tenemos un problema para lidiar con la idea y la presencia de un otro en la calle. El “otro” parece estorbarnos, impedir que circulemos por donde deseamos, llegar a tiempo a donde deseamos. No nos llevamos bien entre nosotros en lo que al tránsito se refiere. ¿Por qué, cómo sucede esto? La segunda parte de la pregunta parece mucho más fácil que la primera. Buscarle un porqué a tanto conflicto en torno a algo tan simple como moverse en un entorno urbano parece demasiado difícil. Pero quizás en el análisis del “cómo” aparezcan algunos puntos relevantes.




 

El tránsito y el relato periodístico
  En general este tipo de problemáticas sociales son objeto de análisis periodístico, o al menos de “coberturas informativas” con estructura periodística. Muchas veces la jerga periodística actúa determinando el modo de ver y juzgar ciertas realidades, y la problemática del tránsito no es una excepción. Muy frecuentemente, en esos contextos “informativos”, las categorías de análisis de los dramas ocasionados por la inacabable lista de “accidentes” de tránsito (considerando “accidente” a la consecuencia perfectamente evitable de una conducta de riesgo)  incluyen las de “imprudencia”, “negligencia”, “tragedia”, “accidente”, “fatalidad”, y un largo etcétera.  La jerga periodística que describe estos sucesos parece exaltar el carácter ocasional de los eventos narrados. Mucho espacio requeriría un análisis profundo de la manipulación de lo que los “medios informativos” consideran la “realidad” y el modo como deciden enunciar su mensaje, en parte construyendo la misma “realidad” que supuestamente intentan describir de manera fiel (en este blog una y otra vez ese tema terminará apareciendo). En este caso básteme un análisis comparativo respecto de otras realidades “informativas” como por ejemplo la de los hechos de “inseguridad” (es decir, el tipo de delitos contra las personas o contra la propiedad, que frecuentemente ameritan una denuncia policial). Es muy frecuente que los medios informativos hablen de una “oleada” de asesinatos contra niños, o contra ancianos, o violaciones, o robos a mano armada, o robos seguidos de muerte, o salideras bancarias, y un largo etcétera. La existencia de “oleadas” supone que, de algún modo, en determinada época del año (o de un infausto año singular) se suceden varios episodios criminales del mismo tipo. Pareciera curioso que, por ejemplo, personas de conductas antisociales tan marcadas como los violadores, tuvieran tan en cuenta cierto estado presente de inseguridad, o cierta tendencia social, como para decidir cuándo violar a alguien, y cuándo dejar de hacerlo (el momento en el que la “ola criminal” desaparece). Sin embargo, así parece que suceden las cosas, desde el relato periodístico. Cuando la “ola” desaparece, las violaciones, por ejemplo, también. O al menos la atención de los medios de comunicación a los eventos relacionados con ellas.
   Los acontecimientos trágicos relativos al tránsito también parecen caer bajo el dominio de estas “oleadas” (por ejemplo, una seguidilla de “camiones que matan gente”, o “colectivos que causan tragedias” –permítaseme llamar la atención sobre el pensamiento mágico implícito en tales descripciones: no es el chofer el que mata, es el colectivo, es el camión-). Sin embargo, este tipo de relatos no es aplicado tan frecuentemente en lo relativo al tránsito. Pareciera que es menos redituable periodísticamente hablar de una tendencia nacional hacia los “accidentes” de tránsito, que hablar de una tendencia criminal en ascenso. Se espera, respecto de los hechos de “inseguridad” (policial), una respuesta pronta y efectiva de las autoridades gubernamentales (cuando no “mano dura”, que hoy está mal vista y es asociada con un patrón dictatorial y genocida de gobierno, al menos de “eficacia contra el crimen”). En lo que hace al tránsito urbano, en cambio, no parece tan fácil la distribución de culpas, de responsabilidades políticas. No parece tan fácil la solución como marchar frente a la casa de un ministro, o de un gobernador, con pancartas de protesta, pidiendo más policía, o leyes más severas e implacables. Exigir soluciones no parece tan fácil como decirle a la figura de autoridad que controle más y castigue más a los que infringen la ley. Las responsabilidades parecen más compartidas, más innumerablemente individuales, y en cuanto múltiples, parecen disiparse en la ausencia de un responsable visible y concreto.

Qué significa hacernos cargo

  Con respecto al relato periodístico más arriba mencionado, queda claro que una problemática como la del tránsito urbano escapa a las simplificaciones que imperan en la inmediatez del discurso “informativo” cotidiano. La comprensión de este fenómeno implica un compromiso reflexivo que nos involucra a todos, como actores y víctimas de este modo de relación autodestructivo del que formamos parte.
  No hay modo más directo de diluir todo tipo de responsabilidades que decir “la responsabilidad es de todos”. Decir (sin más aclaraciones) que todos somos responsables de algo, suele ser un modo elegante de decir que ninguno lo es demasiado. Hay en la atribución indefinida de determinadas responsabilidades colectivas una imprecisión que nos exime de reflexionar qué podemos hacer para en verdad ser “responsables” de algo, es decir, pensar qué cosas hacemos, qué no hacemos, y qué deberíamos hacer, para que determinado orden de cosas que no está bien empiece a mejorar.
 Hay veces, no obstante, en las que la responsabilidad sobre ciertos fenómenos es compartida entre muchos, en diversos grados. Determinar cuáles son esos grados es un sinceramiento necesario para empezar a entrar en contacto con esta realidad desde la acción.
 ¿Qué significa que la responsabilidad acerca del problema del “tránsito” es de “todos”? En primer lugar, que a todas las personas que transitamos la ciudad, independientemente del medio que usemos para ello, nos cabe la responsabilidad de mantener un equilibrio compartido y lo más armónico posible que evite, por ejemplo, más muertes. Que las decisiones que tomamos en cuanto a nuestro modo de movernos en la ciudad pueden determinar la vida y la muerte de personas, ya se trate de terceros, o de nosotros mismos. De esto se trata: de ser conscientes de que una “falta de tránsito” es más que la transgresión de una norma: es un acto que puede influir decisivamente en la vida de una o varias personas, e incluso acabar con la vida de alguien. Es una cuestión de vida o muerte.
  El hecho de que no pensemos en esto cuando cruzamos la calle, o nos subimos a un vehículo, parece decir muchas cosas sobre nosotros mismos. Por un lado, no parecemos del todo conscientes del poder implicado en la toma de decisiones que involucra moverse en un entorno complejo como lo es una ciudad grande. Obramos como si viviésemos en un entorno rural. Pretendemos del “otro” comprensión frente a nuestra conducta, esperamos que sea el otro quien tenga que entender, pretendemos imponer nuestro apuro al del otro, queremos llegar antes. No importa para qué, no importa a qué precio. Lo que importa es no perder el tiempo. Las conductas de los peatones y de los conductores automovilísticos muestran, en general y por doquier, signos de un egoísmo superlativo e irritante.
  Por otro lado, esas conductas expresan, a mi entender,  un fenómeno más preocupante todavía: son el síntoma de un modo violento de relacionarnos, expresan una agresividad que parece encontrar uno de sus canales predilectos en las rutas, calles y autopistas. Nos movemos a los empujones y a las patadas. Nos miramos con recelo y con desprecio. Cada vez que transito la calle como peatón, sufro esperando al imbécil de turno que, demasiado ansioso por esperar para poder doblar esa esquina en coche, avance hacia mí pretendiendo apurar mi paso, presumiblemente a través del miedo de una posible confrontación entre persona y coche, entre carne y metal. ¿Por qué eso no es un hecho aislado? ¿Por qué no puedo caminar por Capital Federal sin que eso me ocurra cada 2 ó 3 cuadras? Los peatones no son más solidarios en su transitar. Cruzan por cualquier parte de la cuadra, en cualquier momento, calculando (bien, mal, o pésimo) la distancia o la velocidad de quien avanza (en su coche y en su ley) por la calle, sin pensar que, más allá de arriesgar su vida, están arriesgando a los conductores a sufrir un choque inexorable, o a generar una colisión en cadena, o simplemente a aumentar todavía más el stress que implica ya de por sí manejar un auto en una ciudad prácticamente colapsada como Capital Federal, adivinando lo que otros harán, anticipando conductas totalmente erráticas e imprevisibles.
  ¿Por qué esto se ha vuelto parte del paisaje cotidiano? ¿A partir de qué momento nos permitimos acostumbrarnos a este tipo de cosas?  Creo que es porque, ante todo, estamos dramáticamente acostumbrados a que la violencia sea un modo de relación “normal” entre las personas. Creo que la violencia está instalada en todo tipo de prácticas relacionales, y eso se refleja en el paisaje urbano. ¿Acaso no es violencia que nos hayamos acostumbrado a ver gente revolviendo la basura para encontrar algo para comer? ¿No es acaso violenta nuestra indiferencia frente a ellos? Si podemos ser indiferentes frente al sufrimiento de quien no tiene qué comer, o dónde dormir, ¿Por qué nos llamaría la atención que alguien que no nos conoce, y sin ninguna razón aparente, parezca dispuesto a pasarnos por encima sólo porque está más apurado que nosotros? Somos responsables por nuestra “falta de sorpresa” ante esto. Somos responsables de no dedicar un sólo instante a reflexionar qué es lo que nos está pasando para que tantas muertes perfectamente evitables sigan siendo noticia diaria. Somos responsables de considerar que la muerte es algo que les pasa a los otros, mientras las estadísticas viales nos muestren que le puede pasar a cualquiera; somos en definitiva responsables de nuestra propia indiferencia ante el asunto.
  Somos víctimas y responsables a la vez de la tragedia urbana a la que estamos expuestos cada vez que deseamos llegar a alguna parte transitando la ciudad.

  Sería fácil armar un relato en virtud del cual el problema del “tránsito” se redujera a la crisis moral de un grupo aislado (o aislable) de seres antisociales, los cuales armados con autos en lugar de rifles, atacan a ciudadanos desprevenidos e indefensos. Esto es lo que se hace a menudo con la “inseguridad” (policial) relatada por los medios masivos de comunicación. Se instala una raíz del mal, una semilla que germina en determinados sectores “favorables” para ello, los cuales casi siempre son los más relegados, postergados, olvidados y despreciados por la dirigencia política, y por parte de esa misma sociedad: los “villeros”, los “pibes chorros”, etc. Pero la crisis implicada en las muertes por “accidentes” de “tránsito”, no puede ser explicada por este tipo de maniqueísmos complacientes. Requieren una reflexión en virtud de la cual somos todos parte del problema, o de la posible solución. No hay nadie (exterior) a quien echarle la culpa. Por eso es un tipo de reflexión tan poco frecuente. Porque no es cómoda. La reflexión acerca de la cotidianeidad es, en general, algo que a muy pocas personas les agrada. Porque lo cotidiano nos convoca, nos atraviesa y nos compromete.
  Y porque estoy cansado de ser sólo una víctima de este tipo de realidades, es que estoy decidido promover la reflexión acerca de estos temas, que no parecen demasiado vigentes en la agenda de los medios informativos (salvo curiosas excepciones), o de autoridades gubernamentales.
  Porque todavía confío en la capacidad reflexiva como motor de cambio de una realidad, cuando implica compromiso.
  Porque considero que  para eso están, entre otras cosas, los que gustan de hacer de la reflexión una costumbre, para ayudar a reflexionar sobre lo que parece obvio y cosa de todos los días.
  Y porque me resisto a que tantas muertes, tan evitables, sean parte de mi paisaje cotidiano. Me resisto a pensar que mi destino y el de quienes me rodean sea el de ser meros espectadores ante el absurdo de estas tragedias.