martes, 25 de junio de 2013

La duda recurrente y la vida



La duda representa para mí mucho más que un concepto, una palabra, una situación accidental. Después de algunos años pensando en cuál es el lugar que ocupa la duda en mi forma de ver el mundo, me di cuenta de que está estrechamente relacionada con el modo como entiendo se “vive” la filosofía.
  Hay ciertos modos de dudar, en particular, que son filosóficos. Asimismo, considero que la filosofía consiste, en gran medida, en cierto modo de elaborar procesos de duda. No toda la filosofía será eso, seguramente, pero al menos sí lo es aquella que forma parte de mi vida, y que al fin y al cabo, es de la única de la que puedo hablar, porque es la única que conozco. La única filosofía que poseemos, que conocemos, es aquella implicada en los actos de nuestra vida cotidiana.
  Paradojal prosa la mía, en la que exalto el valor de la duda mientras asevero con firmeza acerca de qué debería ser la filosofía, o cuál es su relación con los procesos de duda. Pero nunca me llamé escéptico, y tal vez una sola palabra que decida compartir con otros sea el testimonio de qué tan lejos estoy de no creer que tengo algo para decir.

  Ahora bien, hay muchos modos de entender qué es “la duda”. Creo que el más frecuente en el lenguaje cotidiano pone un énfasis en una “carencia de certezas”, algo casi parecido a una afección: caemos en ella, advertimos ya no estar tan seguros de algo. Supone un estado psicológico, la incertidumbre. Por diversos motivos, percibimos que perdemos la seguridad en cuanto a lo que creíamos saber. Como toda caracterización de un estado psicológico, supone matices y aspectos que pueden variar mucho en diferentes personas, así como en diferentes circunstancias, las cuales pueden tener que ver con minucias de todos los días, o comprometer nuestras más profundas creencias o convicciones.

  En la duda como evento fortuito, como acontecimiento inesperado (ya sea éste significativo o intrascendente) creo que la actitud de quien duda tiene que ver más con una “afección” que con una “acción”. No elegimos dudar, sino que algún acontecimiento externo a nuestra voluntad nos situó en ese lugar de incertidumbre. Alguien o algo nos dio a entender que tal vez estemos equivocados. Somos “víctimas” de una sospecha (o del germen de una sospecha).

  La duda como forma de vivir la filosofía, si bien conserva algo de ese pathos, de ese camino inesperado a través de lo que no conocemos, supone la paradoja estar habituados a ciertas variantes de esa incertidumbre.
  Hay quienes consideran que la duda (constante, persistente, presente en la forma de ver el mundo) implica cierto tipo de elección. Y otros que consideran que la duda nunca se elige, que la duda siempre es algo en lo que se cae sin querer. Lo mismo podría decirse de la filosofía: tanto que es una elección y una forma de vivir, y los que creen que la disposición a ella es innata, que si bien muchos pueden elegirla, a otros “no les queda más remedio” que mirar las cosas desde una perspectiva más o menos filosófica. Han habido épocas en las que creí en una de esas posturas, y otras en las que creí en la otra.

  Con respecto a lo que significa la duda en alguien habituado a dudar, creo que existe un elemento que siempre escapará a la elección personal. Borges decía que asombrarse de memoria es difícil, y parece difícil también discutírselo. El elemento inesperado ante el origen de la incertidumbre (de qué cosas terminaremos dudando, por qué dudamos, desde qué lugar vendrá la semilla de la duda) estará siempre en el dudar filosófico. Siempre nos encontraremos con que hay algo de pathos, de caída, de accidente, en las circunstancias de nuestra actitud de dudar. Pero además de ese aspecto contingente, eventual, involuntario, de nuestra circunstancia, hallaremos la inclinación hacia una búsqueda del saber, que no es ni más ni menos que una lucha contra la incertidumbre.

  El filósofo es consciente de las circunstancias en las que se encuentra. Sabe que ciertos tipos de incertidumbre son inevitables. Se habitúa a ella, adapta su búsqueda a esa presencia constante. La filosofía podría resumirse como un modo de autoconciencia. De ser conscientes de la propia existencia y de lo específico de su circunstancia. La incertidumbre deja de ser abstracta y comienza a ser filosófica cuando implica el límite concreto de la reflexión y de la pregunta que nos estamos haciendo. Es una negatividad concreta y determinada, es el límite específico, concreto, cambiante y modificable de nuestra experiencia frente al saber. Es la contraparte dialéctica de todo saber filosófico.


  Por eso la duda cotidiana es tan diferente de la duda filosófica. En la primera de ellas somos víctimas de algo que nos ha sacado de la tranquilidad de lo que creímos saber, y a nadie le gusta persistir en lugares que no se han elegido. No es de extrañar que intentemos salir de allí con otra certeza supletoria. Dudar filosóficamente supone, en cambio, asumir la responsabilidad de un saber autoconsciente, y abandonar el miedo a la incertidumbre. Tolerar dicha incertidumbre, aprender a pensar precisamente desde y hacia sus márgenes.


jueves, 25 de abril de 2013

Por qué las mentiras del Indec no son nada piadosas



Me gustaría empezar esta breve reflexión con una comparación: el Indec es un organismo que guarda semejanza con los “ojos” de un gobierno. Las estadísticas oficiales representan ni más ni menos que la visión panorámica de la realidad socioeconómica sobre la cual el gobierno ha de actuar. Es su sustento: necesitan saber cómo estamos, y cuáles son nuestros problemas, para poder solucionarlos.

  Esta mañana me enteré de que Hernán Lorenzino, el actual Ministro de Economía, fue entrevistado por una periodista europea, quien le preguntó acerca del nivel actual de inflación en nuestro país. El ministro no le contestó con precisión, y a continuación decidió no seguir contestando preguntas, arguyendo que se sentía “incómodo”, y que se quería “ir”, y que no quería que esa pregunta fuera incluida en la entrevista. Aclaró, además, que ni siquiera a los medios argentinos les daban información alguna sobre ese tema.

  Me gustaría difundir claramente por qué el evento es síntoma de un problema GRAVE de esta gestión de gobierno.
Como comparé antes, el Indec representa los “ojos” del gobierno. Las estadísticas oficiales son el material que da sustento a cada política social y económica que el gobierno adopte. La inflación tiene relación directa con esas cifras. ¿Cuánto aumentó el costo de vida el último mes? ¿Cuánto aumentó en Argentina comer, vestirse, comprar remedios? Estas 3 partes de nuestra vida se relacionan con nuestras necesidades básicas. ¿Quiénes son “pobres”, quiénes son “indigentes”? Bien, esto se relaciona con las preguntas de arriba. ¿Te alcanza para comer, vestirte, comprar remedios? Tal vez estas cosas aumentaron su costo, y tal vez (sólo tal vez) tu sueldo no aumentó lo suficiente como para que te alcance para todo eso. Y entonces, es posible que pase viajar a tu trabajo (al que tener que ir sí o sí, porque si no, ni siquiera comés) tengas que privarte de esas zapatillas que necesitás, o incluso ese remedio para la tos, y vayas a laburar hecho mierda, porque en este país tampoco te ayudará nadie si perdés el presentismo, porque estás tercerizado/a, y tenés miedo de que te rajen.

  Entonces, el tema de la inflación, el hecho de cómo afecta tu vida que las cosas estén más caras, cobra su dimensión real, concreta: con el paso de las semanas y los meses, tu vida es más chota y difícil.
¿Cuál debería ser el rol del gobierno ante esta situación? La respuesta es por demás simple: debería indentificar la inflación como problema concreto, y debería proporcionar una solución para todos (especialmente para las clases más afectadas: baja y media). Sin embargo, la respuesta del gobierno es otra: negar que la inflación existe, o minimizarla, atenuarla (la entrevista europea a Lorenzino es una muestra documental de esto).



 ¿A quiénes perjudica esta actitud negadora del Indec respecto de la inflación?

1)      A LOS TRABAJADORES. La lucha por el salario mínimo, vital y móvil está directamente relacionada con el valor de la canasta básica. ¿Aumentó el costo de la comida, vestimenta y remedios? ¿Cuánto aumentó? Porque de acuerdo con esto estableceremos cuánto debe ganar (hoy) cada uno de los trabajadores.
2)      A LOS JUBILADOS.  ¿Cuánto debe ganar un jubilado? ¿Le alcanza para comer, vestirse y comprar remedios? ¿Por qué no le concedemos  el 82% móvil? ¿Acaso le alcanza (considerando el nivel actual y preciso de inflación) para comer, vestirse y comprar sus remedios?
3)      A LOS MÁS POBRES E INDIGENTES.  ¿No te alcanza para comer, vestirte, comprar remedios o viajar hasta el laburo? Si tenés que elegir si comer o vestirte, o comer o viajar (de acuerdo con la inflación Real), si tenés que elegir entre comer o vestirte, o comer o viajar (de acuerdo con la inflación Real), entonces no sos pobre, sos INDIGENTE. Y el gobierno, de algún modo u otro, tiene que GARANTIZAR que tengas acceso al derecho humano básico de comer y acceder a un salario digno, y no tener que elegir si viajar o comprarte un remedio, porque esas son NECESIDADES BÁSICAS. Son derechos constitucionales en los que se están cagando. La planificación nacional, la distribución de los planes sociales y de las ayudas económicas para paliar la situación de miles de argentinos, depende directamente de si son considerados “pobres” o no. Y si la inflación está disfrazada, la situación económica de los más vulnerables es la primera en verse afectada: de este modo los más pobres se vuelven invisibles para el sistema…

CONCLUSIÓN:

  Lo que dicen las estadísticas oficiales (lo que Mienten las estadísticas oficiales), no es sólo un detalle pintorescote cómo vivimos. Es el punto de partida de todas las políticas sociales del Gobierno. Si te mienten ahí, en realidad lo que te están diciendo es: “no me interesan tus problemas. No haré nada resolverlos, o para que vivas mejor”








miércoles, 14 de noviembre de 2012

El problema de la sinceridad ajena



 ¿Le creemos o no? La diferencia básica entre la mentira y la mera falsedad suele radicar en el matiz moral de la primera: involucra la mala fe. El mentiroso falta a la verdad a sabiendas. Pero el conocimiento ajeno suele escaparse de nuestro alcance. Los juicios de intención suelen resultar especulaciones arbitrarias. Lo único que nos permitiría diagnosticar la presencia de una mentira es la certeza de que quien dice algo o expresa algo sabe que eso no es verdad. ¿Cómo aprehender esa conexión entre un estado mental ajeno y las pretendidas objetividades a las que la expresión alude? Esa suele ser una tarea de antemano condenada al fracaso.
  Cuando decimos que alguien es un mentiroso, estamos diciendo que sabemos que esa persona sabe que lo que dice no es cierto. ¿Cómo podemos saber todo eso? No sólo sabemos que no es “verdad” su decir, sino que incluso esa persona lo sabe. Pero supongamos que tenemos elementos de juicio que nos lleven a pensar que efectivamente esa persona obra sistemáticamente de mala fe, que dispone de todos los elementos para diferenciar ciertas verdades de las mentiras que enuncia, y que sin embargo parece obstinarse en decir lo falso. La mentira, en tanto intento de engañar o manipular a otros, a través del ocultamiento de determinados órdenes de “verdad”, es tradicionalmente considerada un mal moral. Desde una concepción ética antigua, básica y probablemente “superada”, quien obra mal, lo hace siempre por ignorancia. La ética socrática o el Nuevo Testamento (en donde Jesús disculpa a sus asesinos porque “no saben lo que hacen”) podrían servir como ejemplo. Hoy en día suena ingenuo pensar que alguien que tiene por costumbre obrar mal lo hace simplemente por no estar debidamente anoticiado de que no es correcto hacer las cosas de ese modo. Perspectivas como las que en el siglo XX cuestionaron la racionalidad instrumental, es decir, el uso de herramientas racionales para atentar contra la propia humanidad, para considerar al prójimo medio para fines propios, parecieron salpicar de ingenuidad cualquier intento de asociar el mal con el no-saber.
  La mirada psicoanalítica sobre el ser humano, por otra parte, impuso a la comprensión de la racionalidad humana nuevos matices. No alcanza con la racionalidad (instrumental o no) para explicar los móviles de las acciones humanas. La racionalidad misma podría resultar un mero instrumento, pero no ya del Mal, sino de una patológica y más o menos sufrida condición neurótica. Un nuevo modo de no-saber. Una nueva ignorancia, no abstracta (no meramente gnoseológica), sino emocionalmente inducida y padecida, una falsa conciencia neurótica. Pareciera que hubiera cierto regreso a la idea de asociar el mal con la ignorancia, al menos desde el punto de vista de que el proceso terapéutico psicoanalítico tiende más a rastrear el origen emocional de los conflictos que a buscar culpables a quienes condenar. La búsqueda es, entonces, un camino hacia verdades de orden subjetivo.
  La legislación penal de nuestro país considera inimputables a quienes presentan un estado de enajenación que les impide comprender “la criminalidad de sus actos”. Es decir, que la última palabra acerca de si una persona debería ir a la cárcel o ser internado en una clínica psiquiátrica no la tiene el juez, sino un perito psiquiatra (o varios). Es curioso que una circunstancia superior e incluso previa al juicio de alguien sea decidida por alguien no necesariamente experto en leyes, sino en psicología. Desde esta perspectiva, por lo tanto, un psicópata no sería alguien inimputable. Un psicópata es alguien incapaz de reconocer y conmoverse con el sufrimiento ajeno, pero que dispone de herramientas psicológicas para establecer la peligrosidad de sus acciones, así como de sus consecuencias. Por ese motivo es que resulta tan habilidoso para evitar el castigo, pues sabe que podría ser atrapado y condenado por lo que hace, e incorpora todos los recursos que le garanticen la máxima impunidad. El psicópata puede ser sociable y presentar una fachada amable, y puede ejercer la manipulación debido a su inteligencia interpersonal. Estos son los elementos que jurídicamente lo hacen pasible de ser condenado. Pero la pregunta sigue en pie, ¿Es entonces la psicopatía una “enfermedad” o no? ¿Cuál es el grado de distorsión que presenta el psicópata en su principio de realidad? ¿Cómo se ve afectada una visión del mundo en el que lo “único” cercenado es la posibilidad de verse reflejado en el otro, en donde la única imposibilidad es la de tener empatía con otros?
  Es evidente que las perspectivas del obrar humano actual suponen no una sino diversas maneras de “ignorancia” supuestas en las acciones en contra de otros.
  La pregunta por la relación entre el estado psíquico de alguien y su construcción de la realidad se ha complicado, pero se encuentra de todos modos pendiente.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Decidir no ver





Romualdo y la Ex Bruja

  Anoche, cuando se terminó la programación en uno de los canales de aire, el obispo Romualdo tomó la palabra. Empezó a hablar con su castellano premeditadamente abrasilerado (porque ese acento es el sello corporativo de su iglesia), y casi inmediatamente corté el volumen a la tele. Es costumbre, porque siempre sentí que ese discurso místico y vehemente en varios sentidos ofende mi inteligencia. Es cierto que lo que genera en mí ese sentimiento no es sólo el discurso explícito, sino otras muchas cosas del contexto en el que es producido (el acento cuidadosamente estudiado hasta el punto de que existió incluso un predicador argentino que llegó a intentar fingir que hablaba mal su propio idioma, el lenguaje mágico mezclado con las promesas de progreso económico, etc.). En esas cosas me ponía a pensar, mientras en pantalla aparecía una mujer de delantal blanco, cuyo nombre no recuerdo y por lo tanto bautizaré como “Marta”, a quien abajo describieron como “Ex bruja”. Me reí mucho, pero reconozco que me sorprendió que en estas épocas de celulares para los niños y High Definition un programa de televisión documente el testimonio de una Ex Bruja y aún así alguien crea ese discurso y además vaya a la iglesia de esos predicadores.
  Mi derecho a la sorpresa tendrá que ver, por supuesto, con mi nivel de aceptación respecto de algunas realidades por demás tangibles: existe, en mi país y en mi tiempo, mucha gente que cree en esto. La suficiente, al menos, para hacer redituable ese negocio de predicadores que venden salvación por la tele de ese modo. Gente que cree en el testimonio de quien se define como “Ex bruja”, que cree en una Rosa Milagrosa Bendecida (que ellos mismos proveen), en la idea de que existe un Dios cuyo trabajo consiste, básicamente, en hacer progresar económicamente a quienes creen en él, en permitirles comprarse una casa o un coche.
  Me doy cuenta, por otra parte, de que el mundo del que me siento parte (es decir, el conjunto de creencias, suposiciones y percepciones acerca de lo que considero “real”) tiene muy poco que ver con la mirada según la cual las rosas bendecidas que ofrece un señor de traje y corbata sanarán mi espíritu. Está claro que no miramos el mundo de la misma manera, que pertenecemos a mundos que no tienen mucho que ver.

¿Ignorancia o ceguera?

  Atribuir a la mera ignorancia la fe en verdades tan contraintuitivamente falaces me parece un error. El tipo de ceguera necesaria para aceptar este tipo de cosas supone no necesariamente una limitación (ignorancia, en tanto falta de elementos de juicio, por ejemplo), sino una actitud específica, positiva: una decisión voluntaria de tener fe en algo. La voluntad de creer es lo que motoriza la ceguera que nos empuja a tener como ciertas cosas que chocan con el sentido común, la percepción sensible, o los principios más rudimentarios de la lógica clásica. Es una ceguera funcional, dirigida: nos comprometemos a no ver aquello que se interponga entre nosotros y nuestra causa, si bien podemos por otra parte ser agudos en la visión de cualquier otra cosa. Es más profunda e irremediable que una ceguera congénita, pues no intentaremos suplirla con otra cosa, dado que la hemos elegido conscientemente. Exige de nosotros sacrificios, pues volver invisibles objetos que en realidad existen requiere, además de un constante esfuerzo de sugestión, una gran tolerancia al dolor: chocaremos con ellos incansablemente. Supongo que de allí es que proviene cierto vago y confuso sentimiento de orgullo: uno termina perteneciendo a esa legión de ciegos sacrificados, abnegados. Uno se enorgullece de sus propios sacrificios, aunque ello implique no ver la necedad de tales sacrificios. El precio de ese orgullo y ese sentimiento de pertenencia es la necedad. La necedad de creer que ser obstinados es necesariamente una virtud.

  Como decía antes, suelo quedarme perplejo ante el éxito de esa corporación eclesiástica. Decía antes también que mi sorpresa y mi perplejidad evidencian asimismo una gran incomprensión respecto de mi propio tiempo. Está claro que mucha gente está dispuesta a aceptar un pensamiento mágico sin ningún problema, y es capaz de gastar mucho tiempo, dinero y energías en ello.




Ceguera y política

  ¿Puede esto representar un fenómeno aislado? Creo entrever que no, considerando el resurgimiento de ciertas actitudes políticas que pretenden anular la diversidad o la pervierten polarizándola maniqueamente: los nuevos fanatismos partidarios son la manifestación concreta de la extensión de esas cegueras voluntarias.

  No creo que dicha ceguera partidista sea de invención reciente: creo que lo nuevo es sólo su máscara, la bandera de una nueva cruzada, pero intuyo que lo esencial de ese proceso estaba ya presente y latente desde mucho tiempo atrás. Algo tan profundamente arraigado no puede ser súbito, repentino, ni podría haberse gestado en unos pocos años.

  Pero el estado actual de cosas implica lo siguiente: en una conversación sobre política en los últimos años en Argentina, es altamente probable que surja un punto de inflexión a partir del cual sea muy difícil dialogar o argumentar, un punto en el que incluso un sereno hilo de argumentación genere irritabilidad. Hay personas que ya no quieren oír argumentos que desemboquen en desacuerdo, hay cada vez más personas a las que les cuesta cada vez más aceptar lo diferente.
  ¿Les cuesta? No sé tampoco si debiera pensarse así, pues eso implicaría un esfuerzo por entender, esfuerzo que en todo caso fracasó. Tal vez haya cada vez más personas que no sientan que sea necesario aceptar que existe otro que es diferente.

  En todo caso, algo me parece tristemente seguro: mientras más personas decidan enceguecerse (invisibilizando otras cosas u otras personas) habrá cada vez más choques y porrazos torpes, porque, aunque no queramos verlo, el otro todavía sigue existiendo.



***

martes, 18 de septiembre de 2012

Metafísicas de mi infancia



 Cuando todavía no sabía lo que significaba la palabra "Filosofía", tengo recuerdos de haber pensado muchas de las cosas que años después se terminaron de definir como una verdadera profesión, como lo que para mí es la elección de un modo de vida. Un modo de amar estar vivo, supongo también. El amor al saber es un modo de amar la vida que se tiene, es un modo de sentir que vale la pena estar existiendo mientras se tenga algo por hacer.

  Mucho de esos recuerdos de mi infancia seguramente tienen que ver con algo parecido a un cliché (¿qué cosa en la vida, por otra parte, puede no parecerse a un cliché?), el cliché del niño retraído y pensativo, callado y cada tanto preguntón. El relato familiar reconstruye en boca de mi madre el diagnóstico de su amiga adolescente, que al mirarme mirar a cualquier lado con cara de concentradamente distraído opinaba: "éste va a ser filósofo".

  Nunca sabré qué cantidades debería haber de predisposición individual y de influencia de todas y cada una de nuestras vivencias las que nos hacen terminar siendo quienes somos de adultos. Nunca se resolverá esa, una de las tantas preguntas que me vine haciendo tantos, tantos años. Acostumbrarme a la falta de respuestas definitivas es, por otra parte, útil para el entrenamiento de cualquier amante de la filosofía. Supongo que en eso de quedarme con sólo medias respuestas tengo muchos años de experiencia.

¡¡¡Qué infinito que anda el espacio últimamente!!!

  Una vez me pareció escuchar a un locutor en la tele diciendo que imaginaba un infinito existiendo dentro de otros infinitos. Escuché también, alguna que otra vez, a mis mayores usando esa palabra en diversos sentidos. Pero la palabra "infinito" se escapaba siempre a mi comprensión, y había algo (¿Qué? nunca lo sabré tal vez) que me empujaba a pensar eso que parecía impensable. ¿Qué significa que algo sea "infinito"?. Visualmente era uno de los modos en los que intentaba (y no podía) representármelo. Oí decir que "el espacio" era infinito. El espacio exterior, claro. ¿Cómo era eso? Me imaginaba todo el tiempo un límite, pero entonces pensaba que el fin quedaba más lejos, y en todo caso, la única imagen que me aparecía era la de un límite del espacio (azul y estrellado) corriéndose todo el tiempo hacia lo que no podía ver.
  Pero volviendo al locutor de la tele, un día me imaginé que esa incapacidad de ver el límite podía representarse, simplemente, porque estaba yo metido en un lugar como podía ser la pieza (mi pieza) en donde estaba, pieza la cual también estaba metida en otra pieza gigante, y en otra, en una simetría que impedía ver lo demás, pero que permitía explicar distancias tan grandes. No sé si esto explicaba algo (pasarían muchos años hasta que la metáfora de Leibniz sobre los peces y los estanques me recordara estas cosas), pero algo es seguro: podía representarme esa infinitud, al menos alegóricamente.

 Algo de eso ya tiene que ver con algunos aspectos generales de lo que considero es  hacer filosofía: por un lado, el reconocimiento de los límites del conocer y de representarse ciertas realidades; y por otro, la perplejidad y la curiosidad frente a esos límites.


¿Quién tiene razón y por qué?

  Poco más adelante, recuerdo haber tenido particular preocupación por el lenguaje, y su uso. Mi concepción acerca del problema de la verdad y “la razón” era bastante dual y sencilla: en una discusión cualquiera (una de política, o de otras cosas en un domingo familiar, por ejemplo), siempre había 2 lados: el de quien tiene la razón, y el de quien está equivocado. Sólo había que determinar quién estaba de qué lado, y por qué. La verdad era una sola, claro, aunque ese carácter absoluto y definitivo de la verdad no me impedía preguntarme en qué casos podía hablarse de “la verdad”. La verdad era lo indudable para mí, pero no necesariamente estaba siempre en boca de los mismos. Y si bien en un comienzo solía pensar que la verdad sí acostumbraba a estar de un mismo lado (las palabras de mi idealizado padre de la infancia, por ejemplo), en todo caso me preguntaba por qué lo que decía era en todo caso cierto, aunque más no sea para imitarlo y terminar teniendo la razón yo también algún día. Ese trabajo (el de establecer el criterio de una verdad absoluta, pero que puede acompañar nuestras palabras o no), no es menor como paso a la formación de un criterio propio de verdad.

Los dichos populares y sus contradicciones.

  A veces me parecía que algunos dichos, algunas supuestas verdades populares, se contradecían unas a otras. Veía que las personas echaban mano de ciertos proverbios o aforismos cuando les convenía en ciertas circunstancias, y en otras, otros cuyo sentido era contrario e incluso contradictorio con los otros. Más allá de si las comparaciones eran válidas o no, me ayudaba a pensar que uno debía tener coherencia entre diferentes posturas que asumía. Entonces, si un hermano me reprocha que me meta antes en el coche, apurado para ocupar el lugar favorito, no es coherente que otro día me haga exactamente lo mismo sólo “para mostrarme lo feo que es que te lo hagan”. Esa incoherencia entre quejarse de algo que a uno le hacen, y después disfrazarse de didacta y hacernos lo mismo para evidenciar nuestra falta, es una forma falaz de razonar que debo haber descubierto entre los 8 y 10 años. De ahí surgió mi frase “si no te gusta que te lo hagan, entonces vos tampoco podés hacerlo”. Terminó siendo efectiva con el tiempo, porque se quedaban sin nada para decirme cuando lo usaba.


Las “citas citables” de Reader’s Digest.

  Hoy se critica mucho como material de lectura esa revista.  Por su tendencia liberal, y a veces de la derecha más conservadora norteamericana. Todo eso es cierto, así como es cierto que como material de lectura me proporcionó una cantidad muy grande de herramientas de lectura comprensiva, y lo que hoy más valoro, era mi sección favorita: “Citas Citables”, y “Temas de reflexión”.

  “Citas citables” era la sección donde encontraba pequeñas frases (una sóla oración, en general) que se suponía representaban la postura de un escritor, actor, político, etc. sobre un tema dado. No tenían dichas citas conexión entre sí, eran simplemente pasajes con la opinión de alguien célebre. Me fascinaba. Me invitaba a pensar si estaba de acuerdo o no, y por qué, con respecto a esas frases. Me preguntaba sobre la vinculación entre esas frases y mi vida cotidiana, sobre las cosas que a mí me preocupaban. Con el tiempo, descubrí que disfrutaba por igual las frases con las que estaba de acuerdo como aquellas con las que no, porque las segundas me invitaban a explicitar por qué no estaba de acuerdo, y entonces me sentía con la altura suficiente como para decir “No estoy de acuerdo con Picasso”, o con Woody Allen, etc. Poco importaba si la frase era representativa o no del autor aludido, lo que importaba de esa sección era cómo podía obrar como disparador de reflexiones propias.

  “Temas de reflexión” era similar, pero consistía ya en pequeños párrafos en donde las ideas podían estar expresadas con mayor detalle. A veces me costaba un poco entender esos párrafos enteros, tal vez porque siendo textos más extensos, paradójicamente el recorte textual parecía todavía mayor. Quizás porque la arbitrariedad del recorte se notaba más, mientras que en “Citas citables” se buscaba por sobre todo la contundencia de una sola oración para poder definir una posición ideológica.

  Podría decir que mi primer acercamiento a la interpretación filosófica de textos, era precisamente la lectura de esas frases de personas célebres.

  Siempre recordaré esas épocas con inmenso cariño. Es difícil recordar todo eso y seguir pensando que pude haber deseado otra cosa para mi vida que no sea la filosofía.

martes, 4 de septiembre de 2012

Análisis de la lógica de la resignación Nacional y Popular




 Existe, en la Argentina de los últimos años (¿de los últimos siglos?), cierto tipo de posicionamiento ideológico, cierto vicio lógico, que vengo advirtiendo sintomáticamente en más de una acalorada y prolongada discusión, de las que he presenciado o no tanto, vicio según el cual se juzga realidades bien complejas, y en virtud del cual son producidas dosis tremendamente generosas de tolerancia hacia todo lo que en nuestro país no parece ser muy prometedor que digamos.
  Como no reviste mucha complejidad conceptual, creo que puedo anticiparlo en poquísimo espacio. Tiene que ver con la idea de que si un gobierno hace mal muchas cosas, siempre se puede mirar la situación desde algún otro lugar, un lugar menos sesgado y más sobrio, que permita ver todo aquello que por otra parte no está tan mal, o que incluso está muy bien. Dividimos por dos, y entonces la cuenta nos da saldo positivo. De entre todo lo malo, deducimos que lo bueno es superior en calidad, cantidad, o en ambas. Bueno, es ese tipo de seudo razonamiento el que precisamente considero peligroso como falacia usada cotidianamente en cientos de discusiones acerca de la validez de este “modelo” (¿modelo?), como herramienta de análisis político, de interpretación de la realidad, o incluso como forma de vida. Después de todo, la política tiene que ver con todo eso anteriormente mencionado. La política es parte fundamental de nuestra vida. El modo como nos llevamos con ella (como decidimos hacerlo) decide gran parte de nuestro destino cotidiano. Veamos, entonces.

  La idea de este cálculo pretendidamente prolijo y ordenado supone, ante todo, creer que los puntos a considerar (lo “malo” y lo “bueno” de un gobierno, o de una forma de gobernar y hacer política) son ontológica, esencialmente equivalentes. Una suerte de almacén donde se intercambian virtudes y defectos, y vemos qué termina sobrando al final de la transacción, si un tomate podrido o una manzana roja deliciosa. Aunque parezca exagerado, escucho con mucha frecuencia este tipo de intercambios entre quienes defienden y quienes critican al gobierno nacional. Es curioso cómo terminan entrando en pocos minutos en esta dialéctica enumerativa, a ver quién anota más porotos en el lado de lo despreciable o de lo defendible.


  Esta verdulería de lo reprochable y lo venerable no lleva a ninguna parte, por supuesto, porque siempre se podrán elegir cosas nuevas por valorar o por menospreciar. Es sólo cuestión de tener imaginación a la hora de crear puntos que fortalezcan nuestra crítica o nuestra defensa.
  El único modo de salir de esta tediosa e infructuosa enumeración es ponerse de acuerdo en lo siguiente: Lo que yo digo que está mal, ¿Equivale en importancia a lo que me decís que está bien? ¿De acuerdo con qué criterio compensatorio esto que es reprochable queda emparejado con aquello que decís que está bien y habría que apoyar (dado que ambas cosas refieren a temas diferentes)? ¿Qué visión de conjunto, qué supuesto pragmatismo es el que nos permite ignorar algunas cosas por sobre otras, y por qué? A menudo, el tema de la “visión de conjunto”, y de la apreciación de la situación total son usados como argumentos, aunque nadie de los que dice eso explica en general cómo opera esa visión de conjunto, cómo opera ese mecanismo compensatorio que permita equilibrar cosas tan dispares, cómo termina borrando lo diferente y salvaguardando lo atroz. Y no es un tema menor, implica posicionarse ideológicamente respecto de qué nos parece aceptable, qué se puede ignorar mientras esté respetada otra cosa que a nosotros nos interesa. Si la frazada es corta (hecho que se acepta sin demasiados problemas), decidir a quién abrigamos y por supuesto, quién se congela.

  Imaginemos el siguiente intercambio:

  1) Pedro, el quejoso de siempre, dice que le molesta que no le aumenten el 82% móvil a los jubilados, porque la mínima actual no les alcanza para ni para el puchero.

  2) Pablo, el que sabe valorar también lo que está bien, le contesta que por fin hacen algo con la guita del anses, y le muestra la laptop del plan “conectar igualdad”.

  Y esta podría ser tan sólo la primera de la enumeración de cosas que Pedro y Pablo se dirán, hasta ver quién se cansa primero.
  Seamos sofistas, y convirtamos esto en un dilema:

  “Dadas ambas realidades, ¿Qué hacemos? ¿Favorecemos que coman los jubilados o que los pibes accedan a Internet?”

  Por supuesto que esto es falaz, por supuesto que es ridículo y hasta peligroso suponer que una cosa debería llevarse a las patadas con la otra. Pero la suposición de que por cada cosa mala existe algo bueno que la compensa, o viceversa, nos lleva a dilemas absurdos como el de más arriba.

 

  El único modo de evitar este absurdo es poner sobre el centro del debate el criterio ideológico según el cual se establecen las dicotomías. Si no es verdad que todo da lo mismo, si consideramos que no todo es equiparable, entonces deberíamos establecer qué cosas de las que están mal, no son “negociables”, es decir, qué cosas no pueden ser compensadas con ninguna otra que alguien quiera hacer pasar por aceptable. ¿Existe algo parecido a ese criterio? Bueno, me gusta pensar que sí, que deberíamos ponernos de acuerdo en que, por ejemplo, la corrupción en sí misma inmoral, que no es aceptable bajo ninguna circunstancia o contexto. Y si dicho criterio no existe (cosa que no me imagino muy probable pero sí posible), entonces deberíamos inventarlo.

  Entonces, un caso Skanska, o una bolsa con plata de origen desconocido en el Ministerio de Economía, o la masacre escandalosamente evitable de 50 personas en un tren por la corrupción que nos arrastró por años a viajar mal, o el negociado con empresas mineras que le cuesta la salud a nuestros compatriotas, no es aceptable, hagan lo que hagan en otro rubro, en otro lado. Una computadora a un pibe de la escuela pública no le da de comer a un jubilado.

  Un mensaje televisivo contra la megaminería contaminante fue muy claro en su lema: “La salud de la gente no se negocia”. Este mensaje tiene un contenido político muy fuerte: los partidarios del gobierno que permitió (y permite) la minería a cielo abierto, así como los empresarios beneficiados de turno, arguían el dilema:

  “¿Cuidamos la salud de la gente o permitimos que tengan puestos de trabajo?”

 
 Era contra esa “negociación” contra la que se rebelaba el mensaje. La de decirte que tenías que elegir entre “reactivar” la economía de una provincia a costa de la salud y el deterioro ecológico de toda la zona, de todos sus habitantes.

Así de perversa es la lógica (pretendidamente pragmática) de la frazada corta, del conformismo “pragmático”: siempre hay que desechar algo, siempre hay que renunciar a algo realmente importante, por otra cosa que se supone más urgente.

  Precisamente, decir claramente “no” a ese tipo de renuncias ante reivindicaciones por lo digno y lo que consideramos importante, detener esos falsos dilemas que tan fácilmente se suelen instalar, es tener claro qué es lo que queremos, y –lo cual no es para nada menor- qué es lo que NO queremos, qué es lo que nos parece cuestionable, vergonzoso: contra qué injusticias queremos luchar.
  Tener claro eso es, a mi entender, lo único que nos garantiza tener una ideología.


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lunes, 4 de junio de 2012

Del amor imposible entre el Conformismo y la Filosofía



  Lleva algún tiempo corriéndola, buscándola, y por sobre todo, cansándose. Le pareció verla alguna vez hace no mucho, y pensó que si se apuraba, llegaría pronto hasta ella. Es un señor bastante maduro, bien podría tener 50, 80, ó 1000 años. No es del tipo atlético, y no está en condiciones de correr demasiado. Nunca pensó que sería necesario hacer deporte para alcanzar algo, y mucho menos una muchacha tan esquiva como ésa que fugazmente entrevió en la callejuela de la ciudad hace no mucho. Nunca pensó que el amor fuera un asunto de los deportistas.  Pero allí lo estaba poniendo la vida, en ese apuro y en esa corrida, sin demasiado tiempo para preguntarse cosas, porque cuando se es lo suficientemente maduro el tiempo nunca alcanza, se escapa de las manos como se escapa esa muchacha en la otra callejuela, cansándolo y recordándole que ya no está para esos trotes.

 A Conformismo la vida lo iba poniendo en diferentes lugares, quién sabe desde hacía cuándo, jugando con sus ganas de ser feliz, poniéndole pruebas siempre demasiado difíciles. Podría haberse enojado al respecto, pero a la edad que ahora tiene (o que tal vez siempre tuvo a fin de cuentas) enojarse significa mucho cansancio. El orgullo de creerse con derecho a más siempre le pareció una estupidez. Más vale fluir con la situación, nadando en lo que, tal vez, por algo viene sucediendo.

  ¿Estaba enamorado? Apenas si la había llegado a ver entre la gente, cuando tuvo la sensación de que por alguna razón lo mejor era seguirla, porque el momento y el mundo cuyas razones desconoce así parecían decidirlo. El amor a primera vista es menos complicado que el de los compromisos y los años, y tan sólo de considerar el ajetreo de las corridas y los vaivenes, ya le parecía estar cansándose.

  Se dio cuenta de que al paso que iba nunca la alcanzaría. Jadeaba y se quedaba sin aire. Consideró que había hecho todo lo posible, porque no se sentía capaz de ni siquiera gritarle algo para llamar su atención. Se estaba rindiendo, una vez más.

 Para su sorpresa, Filosofía (tal vez escuchando el simulacro de persecución a sus espaldas), súbitamente se dio vuelta y lo miró con perplejidad. “¿Quién sos?”, le preguntó. Conformismo no supo qué decir. Nadie se lo había preguntado antes, o al menos nadie de esa manera. Tal vez era el tono de voz, algo en la actitud con la que le hacía la pregunta, pero sin dudas algo en ella parecía definitivamente raro. Le pareció que era una locura que no supiera contestar algo tan simple. ¿Estaría enamorado? Alguna vez escuchó por ahí que cuando uno está enamorado suele quedarse como congelado frente a algunas situaciones, pero nunca había llegado a corroborar esa hipótesis. Ahora tampoco era el momento, había poco tiempo, quién sabe cuándo esa muchacha emprendería de nuevo su marcha hacia quién sabe dónde. “¡El nombre! ¡Quiere saber mi nombre!” pensó. Cuatro inmediatas sílabas. De golpe olvidó por qué esa pregunta tan simple antes lo había inquietado, y recuperando la compostura contestó que Conformismo. Y envalentonado, prosiguió: “Vengo agitado buscándote. Pero valió la pena: ahora que finalmente estoy frente a vos, me doy cuenta de que por fin podré ser feliz”.

 Filosofía parecía no apreciar que eso era lo más parecido a una declaración de amor que Conformismo podía regalarle, porque siguió mirándolo con perplejidad, y le preguntó: “¿Por qué?”

  Por qué. Si había alguna respuesta que Conformismo era incapaz de prever, sin dudas era una pregunta. Y si había una pregunta con la que Conformismo definitivamente no se llevaba bien, ésa era precisamente “Por qué”. Más difícil que correr a una muchacha tantos años más joven que él mientras el aire se acaba, más difícil que aceptar un rechazo tajante y definitivo, era sin dudas que te preguntaran por qué. ¿Acaso no era obvio que estaba enamorado? Pero entonces recordó que eso era un asunto que iba a averiguar justo después de que la alcanzara, dado que antes no tuvo tiempo de preguntárselo, tan rauda era la persecución.
  Estaba por ensayar una respuesta, cuando mirando nuevamente adonde alguna vez estuvo la muchacha se dio cuenta de que ya no había nadie. “¿Adónde iría?”, se preguntó Conformismo. Pero le pareció una pregunta muy difícil: quién sabe adónde podría querer ir una chica tan joven, y por sobre todo tan rara, como para salir con esas preguntas tan poco románticas. Pensó que no volvería a hacer semejante esfuerzo corriendo tras ella, que si el destino quería reunirlos, en algún momento eso terminaría pasando, y que a ciertas cosas era mejor no forzarlas.

  Conformismo ya estaba tranquilo de nuevo, habiendo encontrado razones para no tener que buscar más algo que la vida se había obstinado en negarle, como tantas otras veces, cuando le pareció escuchar que alguien venía detrás. Era una mujer, agitada y jadeante, de edad madura, de entre 50, 80, ó 1000 años más o menos. Conformismo no se sintió irresistiblemente atraído hacia ella, y no le pareció que estaría dispuesto a correr demasiado por alcanzarla, pero tampoco le pareció que estaba tan mal. De hecho, cuanto más la miraba, más acostumbrado se sentía a ella. Le preguntó: “¿Hace mucho que venís corriendo?”. Ella le contestó “No sé, pero estoy realmente cansada”. Conformismo sintió que por fin había encontrado lo que tanto buscaba, o al menos había encontrado algo, y que eso sin dudas era mucho más que no encontrar nada, y envalentonado, le preguntó: “¿Cómo te llamás?” a lo que ella contestó, breve y segura: “Resignación”.






                                   Alejandro Martínez Guardia, 04-06-2012