Existe, en la Argentina de los últimos
años (¿de los últimos siglos?), cierto tipo de posicionamiento ideológico,
cierto vicio lógico, que vengo advirtiendo
sintomáticamente en más de una acalorada y prolongada discusión, de las que he
presenciado o no tanto, vicio según el cual se juzga realidades bien complejas,
y en virtud del cual son producidas dosis tremendamente generosas de tolerancia
hacia todo lo que en nuestro país no parece ser muy prometedor que digamos.
Como no reviste
mucha complejidad conceptual, creo que puedo anticiparlo en poquísimo espacio.
Tiene que ver con la idea de que si un
gobierno hace mal muchas cosas, siempre se puede mirar la situación desde algún
otro lugar, un lugar menos sesgado y más sobrio, que permita ver todo aquello
que por otra parte no está tan mal, o que incluso está muy bien. Dividimos por
dos, y entonces la cuenta nos da saldo positivo. De entre todo lo malo,
deducimos que lo bueno es superior en calidad, cantidad, o en ambas. Bueno,
es ese tipo de seudo razonamiento el que precisamente considero peligroso como
falacia usada cotidianamente en cientos de discusiones acerca de la validez de
este “modelo” (¿modelo?), como herramienta de análisis político, de
interpretación de la realidad, o incluso como forma de vida. Después de todo,
la política tiene que ver con todo eso anteriormente mencionado. La política es
parte fundamental de nuestra vida. El modo como nos llevamos con ella (como
decidimos hacerlo) decide gran parte de nuestro destino cotidiano. Veamos,
entonces.
La idea de este
cálculo pretendidamente prolijo y ordenado supone, ante todo, creer que los puntos a considerar (lo
“malo” y lo “bueno” de un gobierno, o de una forma de gobernar y hacer política)
son ontológica, esencialmente equivalentes. Una suerte de almacén donde se
intercambian virtudes y defectos, y vemos qué termina sobrando al final de la
transacción, si un tomate podrido o una manzana roja deliciosa. Aunque parezca
exagerado, escucho con mucha frecuencia este tipo de intercambios entre quienes
defienden y quienes critican al gobierno nacional. Es curioso cómo terminan
entrando en pocos minutos en esta dialéctica
enumerativa, a ver quién anota más porotos en el lado de lo despreciable o
de lo defendible.
Esta verdulería de lo
reprochable y lo venerable no lleva a ninguna parte, por supuesto, porque
siempre se podrán elegir cosas nuevas por valorar o por menospreciar. Es
sólo cuestión de tener imaginación a la hora de crear puntos que fortalezcan
nuestra crítica o nuestra defensa.
El único modo de
salir de esta tediosa e infructuosa enumeración es ponerse de acuerdo en lo
siguiente: Lo que yo digo que está mal,
¿Equivale en importancia a lo que me decís que está bien? ¿De acuerdo con qué
criterio compensatorio esto que es reprochable queda emparejado con aquello que
decís que está bien y habría que apoyar (dado que ambas cosas refieren a temas
diferentes)? ¿Qué visión de conjunto, qué supuesto pragmatismo es el que nos
permite ignorar algunas cosas por sobre otras, y por qué? A menudo, el tema
de la “visión de conjunto”, y de la apreciación de la situación total son
usados como argumentos, aunque nadie de los que dice eso explica en general
cómo opera esa visión de conjunto, cómo opera ese mecanismo compensatorio que
permita equilibrar cosas tan dispares, cómo termina borrando lo diferente y
salvaguardando lo atroz. Y no es un tema
menor, implica posicionarse ideológicamente respecto de qué nos parece
aceptable, qué se puede ignorar mientras esté respetada otra cosa que a
nosotros nos interesa. Si la frazada es corta (hecho que se acepta sin
demasiados problemas), decidir a quién abrigamos y por supuesto, quién se
congela.
Imaginemos el
siguiente intercambio:
1) Pedro, el quejoso
de siempre, dice que le molesta que no le aumenten el 82% móvil a los jubilados,
porque la mínima actual no les alcanza para ni para el puchero.
2) Pablo, el que
sabe valorar también lo que está bien, le contesta que por fin hacen algo con
la guita del anses, y le muestra la laptop del plan “conectar igualdad”.
Y esta podría ser
tan sólo la primera de la enumeración de cosas que Pedro y Pablo se dirán,
hasta ver quién se cansa primero.
Seamos sofistas, y convirtamos esto en un dilema:
“Dadas ambas realidades, ¿Qué
hacemos? ¿Favorecemos que coman los jubilados o que los pibes accedan a
Internet?”
Por supuesto que
esto es falaz, por supuesto que es ridículo y hasta peligroso suponer que una
cosa debería llevarse a las patadas con la otra. Pero la suposición de que por
cada cosa mala existe algo bueno que la compensa, o viceversa, nos lleva a
dilemas absurdos como el de más arriba.
El único modo de
evitar este absurdo es poner sobre el centro del debate el criterio ideológico según el cual se establecen las dicotomías. Si no es verdad que todo da lo mismo, si
consideramos que no todo es equiparable, entonces deberíamos establecer qué
cosas de las que están mal, no son “negociables”, es decir, qué cosas no
pueden ser compensadas con ninguna otra que alguien quiera hacer pasar por
aceptable. ¿Existe algo parecido a ese criterio? Bueno, me gusta pensar que sí,
que deberíamos ponernos de acuerdo en que, por ejemplo, la corrupción en sí
misma inmoral, que no es aceptable bajo ninguna circunstancia o contexto. Y si
dicho criterio no existe (cosa que no me imagino muy probable pero sí posible),
entonces deberíamos inventarlo.
Entonces, un caso
Skanska, o una bolsa con plata de origen desconocido en el Ministerio de
Economía, o la masacre escandalosamente evitable de 50 personas en un tren por
la corrupción que nos arrastró por años a viajar mal, o el negociado con
empresas mineras que le cuesta la salud a nuestros compatriotas, no es
aceptable, hagan lo que hagan en otro rubro, en otro lado. Una computadora a un
pibe de la escuela pública no le da de comer a un jubilado.
Un mensaje
televisivo contra la megaminería contaminante fue muy claro en su lema: “La
salud de la gente no se negocia”. Este mensaje tiene un contenido político muy
fuerte: los partidarios del gobierno que permitió (y permite) la minería a
cielo abierto, así como los empresarios beneficiados de turno, arguían el
dilema:
“¿Cuidamos la salud de la gente o permitimos que tengan puestos de
trabajo?”
Era contra esa “negociación” contra la que se
rebelaba el mensaje. La de decirte que tenías que elegir entre “reactivar” la
economía de una provincia a costa de la salud y el deterioro ecológico de toda
la zona, de todos sus habitantes.
Así de perversa es la lógica (pretendidamente pragmática) de
la frazada corta, del conformismo “pragmático”: siempre hay que desechar algo, siempre hay que renunciar a algo realmente
importante, por otra cosa que se supone más urgente.
Precisamente, decir
claramente “no” a ese tipo de renuncias ante reivindicaciones por lo digno y lo
que consideramos importante, detener esos falsos dilemas que tan fácilmente se
suelen instalar, es tener claro qué es lo que queremos, y –lo cual no es para
nada menor- qué es lo que NO queremos, qué es lo que nos parece cuestionable,
vergonzoso: contra qué injusticias queremos luchar.
Tener claro eso es,
a mi entender, lo único que nos garantiza tener una ideología.
***

No hay comentarios:
Publicar un comentario