miércoles, 14 de noviembre de 2012

El problema de la sinceridad ajena



 ¿Le creemos o no? La diferencia básica entre la mentira y la mera falsedad suele radicar en el matiz moral de la primera: involucra la mala fe. El mentiroso falta a la verdad a sabiendas. Pero el conocimiento ajeno suele escaparse de nuestro alcance. Los juicios de intención suelen resultar especulaciones arbitrarias. Lo único que nos permitiría diagnosticar la presencia de una mentira es la certeza de que quien dice algo o expresa algo sabe que eso no es verdad. ¿Cómo aprehender esa conexión entre un estado mental ajeno y las pretendidas objetividades a las que la expresión alude? Esa suele ser una tarea de antemano condenada al fracaso.
  Cuando decimos que alguien es un mentiroso, estamos diciendo que sabemos que esa persona sabe que lo que dice no es cierto. ¿Cómo podemos saber todo eso? No sólo sabemos que no es “verdad” su decir, sino que incluso esa persona lo sabe. Pero supongamos que tenemos elementos de juicio que nos lleven a pensar que efectivamente esa persona obra sistemáticamente de mala fe, que dispone de todos los elementos para diferenciar ciertas verdades de las mentiras que enuncia, y que sin embargo parece obstinarse en decir lo falso. La mentira, en tanto intento de engañar o manipular a otros, a través del ocultamiento de determinados órdenes de “verdad”, es tradicionalmente considerada un mal moral. Desde una concepción ética antigua, básica y probablemente “superada”, quien obra mal, lo hace siempre por ignorancia. La ética socrática o el Nuevo Testamento (en donde Jesús disculpa a sus asesinos porque “no saben lo que hacen”) podrían servir como ejemplo. Hoy en día suena ingenuo pensar que alguien que tiene por costumbre obrar mal lo hace simplemente por no estar debidamente anoticiado de que no es correcto hacer las cosas de ese modo. Perspectivas como las que en el siglo XX cuestionaron la racionalidad instrumental, es decir, el uso de herramientas racionales para atentar contra la propia humanidad, para considerar al prójimo medio para fines propios, parecieron salpicar de ingenuidad cualquier intento de asociar el mal con el no-saber.
  La mirada psicoanalítica sobre el ser humano, por otra parte, impuso a la comprensión de la racionalidad humana nuevos matices. No alcanza con la racionalidad (instrumental o no) para explicar los móviles de las acciones humanas. La racionalidad misma podría resultar un mero instrumento, pero no ya del Mal, sino de una patológica y más o menos sufrida condición neurótica. Un nuevo modo de no-saber. Una nueva ignorancia, no abstracta (no meramente gnoseológica), sino emocionalmente inducida y padecida, una falsa conciencia neurótica. Pareciera que hubiera cierto regreso a la idea de asociar el mal con la ignorancia, al menos desde el punto de vista de que el proceso terapéutico psicoanalítico tiende más a rastrear el origen emocional de los conflictos que a buscar culpables a quienes condenar. La búsqueda es, entonces, un camino hacia verdades de orden subjetivo.
  La legislación penal de nuestro país considera inimputables a quienes presentan un estado de enajenación que les impide comprender “la criminalidad de sus actos”. Es decir, que la última palabra acerca de si una persona debería ir a la cárcel o ser internado en una clínica psiquiátrica no la tiene el juez, sino un perito psiquiatra (o varios). Es curioso que una circunstancia superior e incluso previa al juicio de alguien sea decidida por alguien no necesariamente experto en leyes, sino en psicología. Desde esta perspectiva, por lo tanto, un psicópata no sería alguien inimputable. Un psicópata es alguien incapaz de reconocer y conmoverse con el sufrimiento ajeno, pero que dispone de herramientas psicológicas para establecer la peligrosidad de sus acciones, así como de sus consecuencias. Por ese motivo es que resulta tan habilidoso para evitar el castigo, pues sabe que podría ser atrapado y condenado por lo que hace, e incorpora todos los recursos que le garanticen la máxima impunidad. El psicópata puede ser sociable y presentar una fachada amable, y puede ejercer la manipulación debido a su inteligencia interpersonal. Estos son los elementos que jurídicamente lo hacen pasible de ser condenado. Pero la pregunta sigue en pie, ¿Es entonces la psicopatía una “enfermedad” o no? ¿Cuál es el grado de distorsión que presenta el psicópata en su principio de realidad? ¿Cómo se ve afectada una visión del mundo en el que lo “único” cercenado es la posibilidad de verse reflejado en el otro, en donde la única imposibilidad es la de tener empatía con otros?
  Es evidente que las perspectivas del obrar humano actual suponen no una sino diversas maneras de “ignorancia” supuestas en las acciones en contra de otros.
  La pregunta por la relación entre el estado psíquico de alguien y su construcción de la realidad se ha complicado, pero se encuentra de todos modos pendiente.

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