martes, 7 de febrero de 2012

Existen ríos metafísicos (dedicado a Alejandro Fabián Foletti)



 A veces lo recuerdo diciendo una de esas frases a medio camino entre lo improvisado y lo deliberadamente doctrinal. Tenía una mente realmente poderosa. No era muy modesto que digamos, pero tampoco se creía el mejor. En realidad no importa en absoluto si se creía un genio o no. Supongamos que no lo era, supongamos que nunca lo hubiera sido en ninguno de los universos leibnizianos jamás elegidos por alguien. La sola idea de plantarse frente a la frustración del mundo, frente a la depresión de sentirse incapaz de algo que pudo ser, y sin embargo creerse capaz de cosas grandiosas es algo que admiraría de todos modos. Quién no conoce en algún punto esa frustración, quién no tuvo alguna vez siquiera algún atisbo de esa depresión que tal vez más de una vez lo persiguió a él.

  No era el cliché del intelectual. No había pose en él. O al menos yo no la encontraba, cuando siendo un niño lo escuchaba como al pasar, porque la mayoría de las veces las frases quizás no iban para mí, sino que pasaban por el momento, por el clima de esos momentos, de las conversaciones de los grandes y de esas épocas que hoy de tan lejanas parecen mezclarse con las materias de los sueños y de las anécdotas que podemos detallar hasta el hartazgo sin conseguir con ello que alguien se imagine que eso alguna vez pasó.

  Decía cosas sobre la esencia del cine verdadero, y cuáles son las actitudes estéticas que llevan a su condenación; sobre la verdadera edad de Stan Lee, sobre cuánto tarda un ser humano promedio en alcanzar oficialmente la borrachera, sobre cuál es la guardia tradicional del karate shotokan y cuál es la razón de ser de una patada voladora, sobre el género gore en cine y literatura, sobre la novela negra norteamericana, sobre la calidad musical de Soda Stereo, sobre los traidores disfrazados de revolucionarios entre nosotros y en los partidos políticos en los que se milita, sobre los testimonios históricos de la existencia de Jesús de Nazareth, sobre la desfachatez de los políticos, sobre la apología del delito en la que incurrió el cura el otro día cuando dijo que había que nalguear de vez en cuando a los nenes, sobre la diferencia entre el Contra pirata con el que se empieza con el láser y aquél en el que se empieza con el fueguito ondulante. Sobre que es mentira que si mirás la tele demasiado de cerca te quedás ciego. Sobre Darío Argento y sus zombies, sobre el acorazado Potemkin y Bad Taste.



  Sobre que había que enfrentar los propios demonios, acerca de mis pesadillas recurrentes. Sobre ese tipo de cosas solía hablar, decir las cosas como al pasar, sin pretender jamás ser maestro de nadie, y bajo ningún concepto de mí en particular.



  Nunca lo ví en la actitud de querer ser maestro de nadie. Tal vez no creyera en su capaz de enseñar a nadie (o de ser ejemplo de nadie). Tal vez las palabras uno las diga siempre al aire y no sepa dónde van a terminar, en qué constelación de sentidos, en qué irrealidades del recuerdo y en qué tipo de vindicaciones o desprecios.



  Terminé siendo un alumno inesperado de sus palabras. Muy pocas personas de las que nos conocieron a los dos se lo imaginarían. Mucho de lo que me gusta hacer, de lo que quiero para mí y mi futuro, tiene que ver con cosas que aprendí cerca de él. Para aprender de él no era necesario proponérselo, sino sólo rondar allí cerca, como si nada pasara, como si después de todo la circunstancia de mi presencia allí fuese sólo una mera casualidad. ¿Acaso no lo fue?



  Existe una extraña y persistente alquimia en mi recuerdo, que fusiona cierta etapa de los años 90, esas eternas tardes en la casa de mi madre, los juegos con mis hermanos varones, la consola de juegos en 8 bits, la infinita biblioteca y la sabiduría de Alejandro.

  Alguna vez pensé que por alguna extraña razón, una curiosidad cósmica podría hacer que nuestros destinos se parecieran. Tuve miedo a mucho de eso en alguna época. En momentos así recordaba cosas como que había que luchar contra los propios demonios, aunque supongo que eso podría significar tal vez el propio temor a parecerme demasiado a él. Hoy lo veo más parecido al Horacio Oliveira de Rayuela (Cortázar), que a mí. Pero poco importa con quién quiera compararlo. Fue un Oliveira que existió de verdad.



  La última de las insensateces de las que habrá sido testigo Alejandro fue la que hizo que no llegara nunca a los 50 años.



  “Hay ríos metafísicos, Horacio” le dijo La Maga a Horacio en Rayuela, advirtiéndole que existía la posibilidad de ahogarse en mundos que son más peligrosos que el río de Francia en el que ella pensaba suicidarse.



  Fui testigo en alguna ocasión de alguno de esos ríos en los que Alejandro se sentía atrapado, de una parte de las luchas que lo acompañaron hasta el final de sus días. Quién dijo que suicidarse de a poco es menos cobarde que hacerlo de un solo golpe. Alejandro llevó años navegando en sus propios ríos metafísicos. Los años arrastran todo consigo, arrastran esa lucha, arrastran esos años 90 y mis propios 11 años, y tengo que confesar que cuando mi madre me dijo que se había muerto sentí un golpe muy fuerte, una corroboración de que entre otras cosas, definitivamente algo de mí en ese tiempo se estaba rompiendo, haciéndose pedazos contra la pared del tiempo y de mi madurez. Llovía apenas, y me pareció que era demasiado triste morirse en un día así, pero que después de todo sería peor que pase mientras un cínico sol finge que todo está bien.



  Alejandro supo ser mi maestro sin proponérselo. Nunca lo sospechó.



  Existen ríos metafísicos, y lo que nunca voy a saber es si finalmente esos ríos le ganaron, o si en realidad él se cansó de jugar con ellos, y de puro aburrido se sumergió en ellos porque en el fondo hacía tiempo que nos había demostrado que era mucho más fuerte que ellos.




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