jueves, 23 de febrero de 2012

Las causas


En todo el contexto de información que nos invade, de notas en el lugar donde pasaron las cosas, de comentarios de gente que conoce el cotidiano problema y no tanto, de gente a quien le importa o le preocupa que estas cosas pasen y las que no, es mucho, realmente mucho, lo que se puede decir y pensar.

  Murieron personas. Muchas resultaron heridas. Supuestamente hay gente investigando las causas. Las causas. Es decir, el conjunto de eventualidades fácticas, técnicas, que desencadenaron que un tren no frenara a tiempo, y entonces murieran personas de una manera brutal. La causalidad técnica, y eventualmente jurídica, que determinará hacia quién un sistema judicial en el que no tenemos demasiadas razones para confiar arrojará las culpas en un lugar extremadamente acotado, culpas que exoneren a un resto de responsables lo suficientemente poderosos como para salir airosos de este y varios desastres más, esa imparcial justicia dictaminará su volición. Pareciera que lo que importa acá son las causas técnicas, las razones casi exclusivamente mecánicas del desastre.

  Pero murieron personas. Murieron de una manera miserable y abrupta. Las mató la miseria de una realidad argentina que es mucho más dolorosa incluso que este evento, que no es el primero y tal vez no sea el último en el que personas inocentes pagan el precio de la corrupción.

  Vivir en mi país muchas veces no es nada fácil. En el curso indefinible de nuestra cotidianeidad, en la multitud de detalles que están representados en un par de minutos de lo que es un día de cada argentino, podemos encontrar miles de matices de esta dura realidad. Viajar en un transporte público es un pedacito de eso. Hoy no puedo usar un lenguaje demasiado limpio y ordenado, porque estoy dolido. Estoy lastimado por lo brutal de la realidad que vivo. Por miles de cosas que intentaré explicar. Pero describiré qué es lo que vengo sintiendo hace años cada vez que me subo a un tren.







Experiencias humillantes de todos los días

  Me siento maltratado, me siento humillado. Me siento burlado. Conozco el ferrocarril Roca (que va a la Zona Sur del Gran Buenos Aires) casi desde que renovó sus vagones con unidades eléctricas importadas de Japón, Yokohama, allá por los años 80. Puedo decir sin ningún rastro de duda que a mediados de los años 90, en los que yo lo utilizaba para ir a estudiar música a Temperley, se viajaba infinitamente mejor que ahora, en el siglo XXI, o más precisamente 15 años después. Que durante el menemismo se haya viajado mejor en ese tren que ahora es todo un dato sobre nuestra realidad. Hoy casi nadie diría que el menemismo fue la epoca de gloria de nuestro país. Pero los vagones al menos estaban enteros, los asientos eran asientos de trenes y no los de plástico de los colectivos, las persianas metálicas que nos protegían del insoportable sol del verano todavía existían. Y así puedo seguir hasta el hartazgo enumerando todas las cosas que les faltan a los vagones, elementos básicos del confort y la funcionalidad de un medio de transporte, los cuales jamás fueron recuperados luego del saqueo al que fueron sometidos en la crisis de 2001. Cuando llueve, el agua entra por todos lados. Es una experiencia realmente desagradable y humillante sentirse tan desprotegido por algo tan básico como el agua de la lluvia, estando dentro de un vehículo. Algo adentro tuyo te dice que hay alguien que se está cagando de risa de tu situación, de los subsidios millonarios que pagás con tus impuestos, del boleto que pagás, de tu situación de laburante que no tiene un coche o un helicóptero que le permita desplazarse adonde necesite. Algo definitivamente no está bien.

  Pero ¿Saben qué? En algún punto empezamos a acostumbrarnos. Empezamos a aceptar que estas cosas son posibles, que son lo que nos toca. A nadie le debe gustar salir empapado de un vagón de tren luego de la lluvia. Pero por alguna razón eso tampoco generó un cambio de actitud, un reclamo masivo de mejores condiciones para vivir. Nos sigue gobernando la misma gente que hizo posible que este tipo de detalles cotidianos nos arruine, de a poco, nuestra calidad de vida. Un gobierno que jamás dio muestras de querer cambiar el modo como quienes viajamos lo hiciéramos en 8 años de gestión, ganó con más del 50% de nuestros votos. ¿Qué pasó que a nadie le interesó eso en ese momento?

  En eso no hay excusas.



  Yo hablé de la lluvia, de las molestias del calor en el verano, y podríamos agregar infinitamente más detalles desagradables, humillantes, indignantes. Algo que me ha obsesionado muchas veces es el temor de recibir un cascotazo en la cara, mezclado con astillas de vidrio, que algún ser símil humano decidiera arrojarme mientras viajo. Dado que no hay persianas metálicas que nos protejan, el riesgo es por demás real. Fíjense lo absurdo de la situación, viajar hacia algún lugar con miedo de recibir un cascotazo que me dejara, por ejemplo, tuerto, sin ninguna razón. Que viajar involucre ese miedo ¿No es señal de que en mi país hay cosas que andan definitivamente mal?




Hasta dónde es posible soportar sin reflexionar

   Pero ayer, en el tren Sarmiento, directamente murieron personas. Y varios cientos de las personas que viajaban terminaron heridas. ¿Es esto lo suficientemente grave como para que nos detengamos a pensar? ¿Hasta dónde estamos cauterizados contra la indignación que las cosas tienen que llegar tan lejos? A esas personas no las mató solamente la corrupción, la desidia, la irresponsabilidad de una clase dirigente para quien sus gobernados somos sólo una mera variable de encuesta, de intencionalidad de voto, sino la desidia de nosotros mismos. Sí, de todos y cada uno de los que precisamente no nos morimos en ese tren, y que somos testigos de esa innumerable inmoralidad según la cual mientras lo que pase no sea demasiado grave o sea rápidamente olvidado, todo puede y podrá seguir como si nada pasara. Cada masacre argentina como la del boliche Cromagnon, o la de otros trenes, o la de un avión que se cae, dramas perfectamente evitables, los cuales son olvidados luego de un tiempo, es un poco la cristalización de una desidia masiva, de un desprecio por la vida del que participamos todos, y no sólo una parte de la sociedad, la cual nos dirige y toma decisiones. Obviamente que tener miedo de que un cascotazo imprevisto me deje tuerto mientras lo único que hago es volver a mi casa en un tren, es señal de que algo no anda bien, obviamente que el hecho de que cuando llueva las personas dentro del vagón quedaran empapadas es señal de que algo no anda bien, obviamente que viajar como animales, colgados de cualquier parte, arriesgando nuestra vida porque estamos cansados de llegar tarde al trabajo, es señal de que muchas cosas no andan bien en nuestro país.


  Y una de las cosas que más bronca me genera es que recién cuando tengan que morir personas pareciera que es necesario reflexionar sobre esto. Porque tal vez si lo hiciéramos mucho antes, esto no habría pasado. Si nos hubiéramos indignado lo suficiente, si les hubieramos reclamado lo necesario, si les hubiéramos exigido a los delincuentes que nos gobiernan mucho más de lo que hicimos cuando los votamos felices de la vida, dandoles un apoyo tan masivo, este tipo de cosas tal vez no habrían pasado. Podemos mejorar muchas cosas, podemos exigir mucho a las autoridades. Pero las vidas que ya se perdieron, son un error demasiado caro para ser pagado. Me importa muy poco que esto perjudique o no la imagen de un gobierno que jamás dio muestras de que quiere mejorar cómo viajamos en un tren los argentinos (aunque esto signifique arriesgar nuestra propia vida). Ya es demasiado tarde para por lo menos 50 de las personas que viajaban en ese tren, así como para sus familias. Los dirigentes, por otra parte,  están demasiado ocupados calculando cómo salir lo más indemnes posible de todo rastro de culpa, de reprobación social, subestimando nuestra tolerancia, como es de esperar, cronometrando cada silencio, cada palabra, cada día de espera antes de decir algo en conferencia de prensa. Es un espectáculo por demás miserable, pero no es lo que más me subleva. Me duele lo que nos toca a los demás. Tengo miedo de que esto todavía  no nos alcance para decirles entre todos que ya fue suficiente.

martes, 7 de febrero de 2012

Existen ríos metafísicos (dedicado a Alejandro Fabián Foletti)



 A veces lo recuerdo diciendo una de esas frases a medio camino entre lo improvisado y lo deliberadamente doctrinal. Tenía una mente realmente poderosa. No era muy modesto que digamos, pero tampoco se creía el mejor. En realidad no importa en absoluto si se creía un genio o no. Supongamos que no lo era, supongamos que nunca lo hubiera sido en ninguno de los universos leibnizianos jamás elegidos por alguien. La sola idea de plantarse frente a la frustración del mundo, frente a la depresión de sentirse incapaz de algo que pudo ser, y sin embargo creerse capaz de cosas grandiosas es algo que admiraría de todos modos. Quién no conoce en algún punto esa frustración, quién no tuvo alguna vez siquiera algún atisbo de esa depresión que tal vez más de una vez lo persiguió a él.

  No era el cliché del intelectual. No había pose en él. O al menos yo no la encontraba, cuando siendo un niño lo escuchaba como al pasar, porque la mayoría de las veces las frases quizás no iban para mí, sino que pasaban por el momento, por el clima de esos momentos, de las conversaciones de los grandes y de esas épocas que hoy de tan lejanas parecen mezclarse con las materias de los sueños y de las anécdotas que podemos detallar hasta el hartazgo sin conseguir con ello que alguien se imagine que eso alguna vez pasó.

  Decía cosas sobre la esencia del cine verdadero, y cuáles son las actitudes estéticas que llevan a su condenación; sobre la verdadera edad de Stan Lee, sobre cuánto tarda un ser humano promedio en alcanzar oficialmente la borrachera, sobre cuál es la guardia tradicional del karate shotokan y cuál es la razón de ser de una patada voladora, sobre el género gore en cine y literatura, sobre la novela negra norteamericana, sobre la calidad musical de Soda Stereo, sobre los traidores disfrazados de revolucionarios entre nosotros y en los partidos políticos en los que se milita, sobre los testimonios históricos de la existencia de Jesús de Nazareth, sobre la desfachatez de los políticos, sobre la apología del delito en la que incurrió el cura el otro día cuando dijo que había que nalguear de vez en cuando a los nenes, sobre la diferencia entre el Contra pirata con el que se empieza con el láser y aquél en el que se empieza con el fueguito ondulante. Sobre que es mentira que si mirás la tele demasiado de cerca te quedás ciego. Sobre Darío Argento y sus zombies, sobre el acorazado Potemkin y Bad Taste.



  Sobre que había que enfrentar los propios demonios, acerca de mis pesadillas recurrentes. Sobre ese tipo de cosas solía hablar, decir las cosas como al pasar, sin pretender jamás ser maestro de nadie, y bajo ningún concepto de mí en particular.



  Nunca lo ví en la actitud de querer ser maestro de nadie. Tal vez no creyera en su capaz de enseñar a nadie (o de ser ejemplo de nadie). Tal vez las palabras uno las diga siempre al aire y no sepa dónde van a terminar, en qué constelación de sentidos, en qué irrealidades del recuerdo y en qué tipo de vindicaciones o desprecios.



  Terminé siendo un alumno inesperado de sus palabras. Muy pocas personas de las que nos conocieron a los dos se lo imaginarían. Mucho de lo que me gusta hacer, de lo que quiero para mí y mi futuro, tiene que ver con cosas que aprendí cerca de él. Para aprender de él no era necesario proponérselo, sino sólo rondar allí cerca, como si nada pasara, como si después de todo la circunstancia de mi presencia allí fuese sólo una mera casualidad. ¿Acaso no lo fue?



  Existe una extraña y persistente alquimia en mi recuerdo, que fusiona cierta etapa de los años 90, esas eternas tardes en la casa de mi madre, los juegos con mis hermanos varones, la consola de juegos en 8 bits, la infinita biblioteca y la sabiduría de Alejandro.

  Alguna vez pensé que por alguna extraña razón, una curiosidad cósmica podría hacer que nuestros destinos se parecieran. Tuve miedo a mucho de eso en alguna época. En momentos así recordaba cosas como que había que luchar contra los propios demonios, aunque supongo que eso podría significar tal vez el propio temor a parecerme demasiado a él. Hoy lo veo más parecido al Horacio Oliveira de Rayuela (Cortázar), que a mí. Pero poco importa con quién quiera compararlo. Fue un Oliveira que existió de verdad.



  La última de las insensateces de las que habrá sido testigo Alejandro fue la que hizo que no llegara nunca a los 50 años.



  “Hay ríos metafísicos, Horacio” le dijo La Maga a Horacio en Rayuela, advirtiéndole que existía la posibilidad de ahogarse en mundos que son más peligrosos que el río de Francia en el que ella pensaba suicidarse.



  Fui testigo en alguna ocasión de alguno de esos ríos en los que Alejandro se sentía atrapado, de una parte de las luchas que lo acompañaron hasta el final de sus días. Quién dijo que suicidarse de a poco es menos cobarde que hacerlo de un solo golpe. Alejandro llevó años navegando en sus propios ríos metafísicos. Los años arrastran todo consigo, arrastran esa lucha, arrastran esos años 90 y mis propios 11 años, y tengo que confesar que cuando mi madre me dijo que se había muerto sentí un golpe muy fuerte, una corroboración de que entre otras cosas, definitivamente algo de mí en ese tiempo se estaba rompiendo, haciéndose pedazos contra la pared del tiempo y de mi madurez. Llovía apenas, y me pareció que era demasiado triste morirse en un día así, pero que después de todo sería peor que pase mientras un cínico sol finge que todo está bien.



  Alejandro supo ser mi maestro sin proponérselo. Nunca lo sospechó.



  Existen ríos metafísicos, y lo que nunca voy a saber es si finalmente esos ríos le ganaron, o si en realidad él se cansó de jugar con ellos, y de puro aburrido se sumergió en ellos porque en el fondo hacía tiempo que nos había demostrado que era mucho más fuerte que ellos.




***