En todo el contexto de información que nos invade, de notas en el lugar donde pasaron las cosas, de comentarios de gente que conoce el cotidiano problema y no tanto, de gente a quien le importa o le preocupa que estas cosas pasen y las que no, es mucho, realmente mucho, lo que se puede decir y pensar.
Murieron personas. Muchas resultaron heridas. Supuestamente hay gente investigando las causas. Las causas. Es decir, el conjunto de eventualidades fácticas, técnicas, que desencadenaron que un tren no frenara a tiempo, y entonces murieran personas de una manera brutal. La causalidad técnica, y eventualmente jurídica, que determinará hacia quién un sistema judicial en el que no tenemos demasiadas razones para confiar arrojará las culpas en un lugar extremadamente acotado, culpas que exoneren a un resto de responsables lo suficientemente poderosos como para salir airosos de este y varios desastres más, esa imparcial justicia dictaminará su volición. Pareciera que lo que importa acá son las causas técnicas, las razones casi exclusivamente mecánicas del desastre.
Pero murieron personas. Murieron de una manera miserable y abrupta. Las mató la miseria de una realidad argentina que es mucho más dolorosa incluso que este evento, que no es el primero y tal vez no sea el último en el que personas inocentes pagan el precio de la corrupción.
Vivir en mi país muchas veces no es nada fácil. En el curso indefinible de nuestra cotidianeidad, en la multitud de detalles que están representados en un par de minutos de lo que es un día de cada argentino, podemos encontrar miles de matices de esta dura realidad. Viajar en un transporte público es un pedacito de eso. Hoy no puedo usar un lenguaje demasiado limpio y ordenado, porque estoy dolido. Estoy lastimado por lo brutal de la realidad que vivo. Por miles de cosas que intentaré explicar. Pero describiré qué es lo que vengo sintiendo hace años cada vez que me subo a un tren.
Experiencias humillantes de todos los días
Me siento maltratado, me siento humillado. Me siento burlado. Conozco el ferrocarril Roca (que va a
Pero ¿Saben qué? En algún punto empezamos a acostumbrarnos. Empezamos a aceptar que estas cosas son posibles, que son lo que nos toca. A nadie le debe gustar salir empapado de un vagón de tren luego de la lluvia. Pero por alguna razón eso tampoco generó un cambio de actitud, un reclamo masivo de mejores condiciones para vivir. Nos sigue gobernando la misma gente que hizo posible que este tipo de detalles cotidianos nos arruine, de a poco, nuestra calidad de vida. Un gobierno que jamás dio muestras de querer cambiar el modo como quienes viajamos lo hiciéramos en 8 años de gestión, ganó con más del 50% de nuestros votos. ¿Qué pasó que a nadie le interesó eso en ese momento?
En eso no hay excusas.
Yo hablé de la lluvia, de las molestias del calor en el verano, y podríamos agregar infinitamente más detalles desagradables, humillantes, indignantes. Algo que me ha obsesionado muchas veces es el temor de recibir un cascotazo en la cara, mezclado con astillas de vidrio, que algún ser símil humano decidiera arrojarme mientras viajo. Dado que no hay persianas metálicas que nos protejan, el riesgo es por demás real. Fíjense lo absurdo de la situación, viajar hacia algún lugar con miedo de recibir un cascotazo que me dejara, por ejemplo, tuerto, sin ninguna razón. Que viajar involucre ese miedo ¿No es señal de que en mi país hay cosas que andan definitivamente mal?
Hasta dónde es posible soportar sin reflexionar



