Cuando todavía no
sabía lo que significaba la palabra "Filosofía", tengo recuerdos de
haber pensado muchas de las cosas que años después se terminaron de definir
como una verdadera profesión, como lo que para mí es la elección de un modo de
vida. Un modo de amar estar vivo, supongo también. El amor al saber es un modo
de amar la vida que se tiene, es un modo de sentir que vale la pena estar
existiendo mientras se tenga algo por hacer.
Mucho de esos
recuerdos de mi infancia seguramente tienen que ver con algo parecido a un
cliché (¿qué cosa en la vida, por otra parte, puede no parecerse a un cliché?),
el cliché del niño retraído y pensativo, callado y cada tanto preguntón. El
relato familiar reconstruye en boca de mi madre el diagnóstico de su amiga
adolescente, que al mirarme mirar a cualquier lado con cara de concentradamente
distraído opinaba: "éste va a ser filósofo".
Nunca sabré qué
cantidades debería haber de predisposición individual y de influencia de todas
y cada una de nuestras vivencias las que nos hacen terminar siendo quienes
somos de adultos. Nunca se resolverá esa, una de las tantas preguntas que me
vine haciendo tantos, tantos años. Acostumbrarme a la falta de respuestas
definitivas es, por otra parte, útil para el entrenamiento de cualquier amante
de la filosofía. Supongo que en eso de quedarme con sólo medias respuestas tengo
muchos años de experiencia.
¡¡¡Qué infinito que anda
el espacio últimamente!!!
Una vez me pareció
escuchar a un locutor en la tele diciendo que imaginaba un infinito existiendo
dentro de otros infinitos. Escuché también, alguna que otra vez, a mis mayores
usando esa palabra en diversos sentidos. Pero la palabra "infinito"
se escapaba siempre a mi comprensión, y había algo (¿Qué? nunca lo sabré tal
vez) que me empujaba a pensar eso que parecía impensable. ¿Qué significa que
algo sea "infinito"?. Visualmente era uno de los modos en los que
intentaba (y no podía) representármelo. Oí decir que "el espacio" era
infinito. El espacio exterior, claro. ¿Cómo era eso? Me imaginaba todo el
tiempo un límite, pero entonces pensaba que el fin quedaba más lejos, y en todo
caso, la única imagen que me aparecía era la de un límite del espacio (azul y
estrellado) corriéndose todo el tiempo hacia lo que no podía ver.
Pero volviendo al
locutor de la tele, un día me imaginé que esa incapacidad de ver el límite
podía representarse, simplemente, porque estaba yo metido en un lugar como
podía ser la pieza (mi pieza) en donde estaba, pieza la cual también estaba
metida en otra pieza gigante, y en otra, en una simetría que impedía ver lo
demás, pero que permitía explicar distancias tan grandes. No sé si esto
explicaba algo (pasarían muchos años hasta que la metáfora de Leibniz sobre los
peces y los estanques me recordara estas cosas), pero algo es seguro: podía
representarme esa infinitud, al menos alegóricamente.
Algo de eso ya tiene
que ver con algunos aspectos generales de lo que considero es hacer filosofía: por un lado, el
reconocimiento de los límites del conocer y de representarse ciertas
realidades; y por otro, la perplejidad y la curiosidad frente a esos límites.
¿Quién tiene razón y
por qué?
Poco más adelante,
recuerdo haber tenido particular preocupación por el lenguaje, y su uso. Mi
concepción acerca del problema de la verdad y “la razón” era bastante dual y
sencilla: en una discusión cualquiera (una de política, o de otras cosas en un
domingo familiar, por ejemplo), siempre había 2 lados: el de quien tiene la
razón, y el de quien está equivocado. Sólo había que determinar quién estaba de
qué lado, y por qué. La verdad era una sola, claro, aunque ese carácter
absoluto y definitivo de la verdad no me impedía preguntarme en qué casos podía
hablarse de “la verdad”. La verdad era lo indudable para mí, pero no
necesariamente estaba siempre en boca de los mismos. Y si bien en un comienzo
solía pensar que la verdad sí acostumbraba a estar de un mismo lado (las
palabras de mi idealizado padre de la infancia, por ejemplo), en todo caso me
preguntaba por qué lo que decía era en todo caso cierto, aunque más no sea para
imitarlo y terminar teniendo la razón yo también algún día. Ese trabajo (el de
establecer el criterio de una verdad absoluta, pero que puede acompañar
nuestras palabras o no), no es menor como paso a la formación de un criterio
propio de verdad.
Los dichos populares
y sus contradicciones.
A veces me parecía
que algunos dichos, algunas supuestas verdades populares, se contradecían unas
a otras. Veía que las personas echaban mano de ciertos proverbios o aforismos
cuando les convenía en ciertas circunstancias, y en otras, otros cuyo sentido
era contrario e incluso contradictorio con los otros. Más allá de si las
comparaciones eran válidas o no, me ayudaba a pensar que uno debía tener
coherencia entre diferentes posturas que asumía. Entonces, si un hermano me
reprocha que me meta antes en el coche, apurado para ocupar el lugar favorito,
no es coherente que otro día me haga exactamente lo mismo sólo “para mostrarme
lo feo que es que te lo hagan”. Esa incoherencia entre quejarse de algo que a
uno le hacen, y después disfrazarse de didacta y hacernos lo mismo para
evidenciar nuestra falta, es una forma falaz de razonar que debo haber
descubierto entre los 8 y 10 años. De ahí surgió mi frase “si no te gusta que
te lo hagan, entonces vos tampoco podés hacerlo”. Terminó siendo efectiva con
el tiempo, porque se quedaban sin nada para decirme cuando lo usaba.
Las “citas citables”
de Reader’s Digest.
Hoy se critica mucho
como material de lectura esa revista. Por
su tendencia liberal, y a veces de la derecha más conservadora norteamericana.
Todo eso es cierto, así como es cierto que como material de lectura me
proporcionó una cantidad muy grande de herramientas de lectura comprensiva, y
lo que hoy más valoro, era mi sección favorita: “Citas Citables”, y “Temas de
reflexión”.
“Citas citables” era
la sección donde encontraba pequeñas frases (una sóla oración, en general) que
se suponía representaban la postura de un escritor, actor, político, etc. sobre
un tema dado. No tenían dichas citas conexión entre sí, eran simplemente
pasajes con la opinión de alguien célebre. Me fascinaba. Me invitaba a pensar
si estaba de acuerdo o no, y por qué, con respecto a esas frases. Me preguntaba
sobre la vinculación entre esas frases y mi vida cotidiana, sobre las cosas que
a mí me preocupaban. Con el tiempo, descubrí que disfrutaba por igual las
frases con las que estaba de acuerdo como aquellas con las que no, porque las
segundas me invitaban a explicitar por qué no estaba de acuerdo, y entonces me
sentía con la altura suficiente como para decir “No estoy de acuerdo con
Picasso”, o con Woody Allen, etc. Poco importaba si la frase era representativa
o no del autor aludido, lo que importaba de esa sección era cómo podía obrar
como disparador de reflexiones propias.
“Temas de reflexión”
era similar, pero consistía ya en pequeños párrafos en donde las ideas podían
estar expresadas con mayor detalle. A veces me costaba un poco entender esos
párrafos enteros, tal vez porque siendo textos más extensos, paradójicamente el
recorte textual parecía todavía mayor. Quizás porque la arbitrariedad del
recorte se notaba más, mientras que en “Citas citables” se buscaba por sobre
todo la contundencia de una sola oración para poder definir una posición
ideológica.
Podría decir que mi
primer acercamiento a la interpretación filosófica de textos, era precisamente
la lectura de esas frases de personas célebres.
Siempre recordaré
esas épocas con inmenso cariño. Es difícil recordar todo eso y seguir pensando
que pude haber deseado otra cosa para mi vida que no sea la filosofía.


