martes, 18 de septiembre de 2012

Metafísicas de mi infancia



 Cuando todavía no sabía lo que significaba la palabra "Filosofía", tengo recuerdos de haber pensado muchas de las cosas que años después se terminaron de definir como una verdadera profesión, como lo que para mí es la elección de un modo de vida. Un modo de amar estar vivo, supongo también. El amor al saber es un modo de amar la vida que se tiene, es un modo de sentir que vale la pena estar existiendo mientras se tenga algo por hacer.

  Mucho de esos recuerdos de mi infancia seguramente tienen que ver con algo parecido a un cliché (¿qué cosa en la vida, por otra parte, puede no parecerse a un cliché?), el cliché del niño retraído y pensativo, callado y cada tanto preguntón. El relato familiar reconstruye en boca de mi madre el diagnóstico de su amiga adolescente, que al mirarme mirar a cualquier lado con cara de concentradamente distraído opinaba: "éste va a ser filósofo".

  Nunca sabré qué cantidades debería haber de predisposición individual y de influencia de todas y cada una de nuestras vivencias las que nos hacen terminar siendo quienes somos de adultos. Nunca se resolverá esa, una de las tantas preguntas que me vine haciendo tantos, tantos años. Acostumbrarme a la falta de respuestas definitivas es, por otra parte, útil para el entrenamiento de cualquier amante de la filosofía. Supongo que en eso de quedarme con sólo medias respuestas tengo muchos años de experiencia.

¡¡¡Qué infinito que anda el espacio últimamente!!!

  Una vez me pareció escuchar a un locutor en la tele diciendo que imaginaba un infinito existiendo dentro de otros infinitos. Escuché también, alguna que otra vez, a mis mayores usando esa palabra en diversos sentidos. Pero la palabra "infinito" se escapaba siempre a mi comprensión, y había algo (¿Qué? nunca lo sabré tal vez) que me empujaba a pensar eso que parecía impensable. ¿Qué significa que algo sea "infinito"?. Visualmente era uno de los modos en los que intentaba (y no podía) representármelo. Oí decir que "el espacio" era infinito. El espacio exterior, claro. ¿Cómo era eso? Me imaginaba todo el tiempo un límite, pero entonces pensaba que el fin quedaba más lejos, y en todo caso, la única imagen que me aparecía era la de un límite del espacio (azul y estrellado) corriéndose todo el tiempo hacia lo que no podía ver.
  Pero volviendo al locutor de la tele, un día me imaginé que esa incapacidad de ver el límite podía representarse, simplemente, porque estaba yo metido en un lugar como podía ser la pieza (mi pieza) en donde estaba, pieza la cual también estaba metida en otra pieza gigante, y en otra, en una simetría que impedía ver lo demás, pero que permitía explicar distancias tan grandes. No sé si esto explicaba algo (pasarían muchos años hasta que la metáfora de Leibniz sobre los peces y los estanques me recordara estas cosas), pero algo es seguro: podía representarme esa infinitud, al menos alegóricamente.

 Algo de eso ya tiene que ver con algunos aspectos generales de lo que considero es  hacer filosofía: por un lado, el reconocimiento de los límites del conocer y de representarse ciertas realidades; y por otro, la perplejidad y la curiosidad frente a esos límites.


¿Quién tiene razón y por qué?

  Poco más adelante, recuerdo haber tenido particular preocupación por el lenguaje, y su uso. Mi concepción acerca del problema de la verdad y “la razón” era bastante dual y sencilla: en una discusión cualquiera (una de política, o de otras cosas en un domingo familiar, por ejemplo), siempre había 2 lados: el de quien tiene la razón, y el de quien está equivocado. Sólo había que determinar quién estaba de qué lado, y por qué. La verdad era una sola, claro, aunque ese carácter absoluto y definitivo de la verdad no me impedía preguntarme en qué casos podía hablarse de “la verdad”. La verdad era lo indudable para mí, pero no necesariamente estaba siempre en boca de los mismos. Y si bien en un comienzo solía pensar que la verdad sí acostumbraba a estar de un mismo lado (las palabras de mi idealizado padre de la infancia, por ejemplo), en todo caso me preguntaba por qué lo que decía era en todo caso cierto, aunque más no sea para imitarlo y terminar teniendo la razón yo también algún día. Ese trabajo (el de establecer el criterio de una verdad absoluta, pero que puede acompañar nuestras palabras o no), no es menor como paso a la formación de un criterio propio de verdad.

Los dichos populares y sus contradicciones.

  A veces me parecía que algunos dichos, algunas supuestas verdades populares, se contradecían unas a otras. Veía que las personas echaban mano de ciertos proverbios o aforismos cuando les convenía en ciertas circunstancias, y en otras, otros cuyo sentido era contrario e incluso contradictorio con los otros. Más allá de si las comparaciones eran válidas o no, me ayudaba a pensar que uno debía tener coherencia entre diferentes posturas que asumía. Entonces, si un hermano me reprocha que me meta antes en el coche, apurado para ocupar el lugar favorito, no es coherente que otro día me haga exactamente lo mismo sólo “para mostrarme lo feo que es que te lo hagan”. Esa incoherencia entre quejarse de algo que a uno le hacen, y después disfrazarse de didacta y hacernos lo mismo para evidenciar nuestra falta, es una forma falaz de razonar que debo haber descubierto entre los 8 y 10 años. De ahí surgió mi frase “si no te gusta que te lo hagan, entonces vos tampoco podés hacerlo”. Terminó siendo efectiva con el tiempo, porque se quedaban sin nada para decirme cuando lo usaba.


Las “citas citables” de Reader’s Digest.

  Hoy se critica mucho como material de lectura esa revista.  Por su tendencia liberal, y a veces de la derecha más conservadora norteamericana. Todo eso es cierto, así como es cierto que como material de lectura me proporcionó una cantidad muy grande de herramientas de lectura comprensiva, y lo que hoy más valoro, era mi sección favorita: “Citas Citables”, y “Temas de reflexión”.

  “Citas citables” era la sección donde encontraba pequeñas frases (una sóla oración, en general) que se suponía representaban la postura de un escritor, actor, político, etc. sobre un tema dado. No tenían dichas citas conexión entre sí, eran simplemente pasajes con la opinión de alguien célebre. Me fascinaba. Me invitaba a pensar si estaba de acuerdo o no, y por qué, con respecto a esas frases. Me preguntaba sobre la vinculación entre esas frases y mi vida cotidiana, sobre las cosas que a mí me preocupaban. Con el tiempo, descubrí que disfrutaba por igual las frases con las que estaba de acuerdo como aquellas con las que no, porque las segundas me invitaban a explicitar por qué no estaba de acuerdo, y entonces me sentía con la altura suficiente como para decir “No estoy de acuerdo con Picasso”, o con Woody Allen, etc. Poco importaba si la frase era representativa o no del autor aludido, lo que importaba de esa sección era cómo podía obrar como disparador de reflexiones propias.

  “Temas de reflexión” era similar, pero consistía ya en pequeños párrafos en donde las ideas podían estar expresadas con mayor detalle. A veces me costaba un poco entender esos párrafos enteros, tal vez porque siendo textos más extensos, paradójicamente el recorte textual parecía todavía mayor. Quizás porque la arbitrariedad del recorte se notaba más, mientras que en “Citas citables” se buscaba por sobre todo la contundencia de una sola oración para poder definir una posición ideológica.

  Podría decir que mi primer acercamiento a la interpretación filosófica de textos, era precisamente la lectura de esas frases de personas célebres.

  Siempre recordaré esas épocas con inmenso cariño. Es difícil recordar todo eso y seguir pensando que pude haber deseado otra cosa para mi vida que no sea la filosofía.

martes, 4 de septiembre de 2012

Análisis de la lógica de la resignación Nacional y Popular




 Existe, en la Argentina de los últimos años (¿de los últimos siglos?), cierto tipo de posicionamiento ideológico, cierto vicio lógico, que vengo advirtiendo sintomáticamente en más de una acalorada y prolongada discusión, de las que he presenciado o no tanto, vicio según el cual se juzga realidades bien complejas, y en virtud del cual son producidas dosis tremendamente generosas de tolerancia hacia todo lo que en nuestro país no parece ser muy prometedor que digamos.
  Como no reviste mucha complejidad conceptual, creo que puedo anticiparlo en poquísimo espacio. Tiene que ver con la idea de que si un gobierno hace mal muchas cosas, siempre se puede mirar la situación desde algún otro lugar, un lugar menos sesgado y más sobrio, que permita ver todo aquello que por otra parte no está tan mal, o que incluso está muy bien. Dividimos por dos, y entonces la cuenta nos da saldo positivo. De entre todo lo malo, deducimos que lo bueno es superior en calidad, cantidad, o en ambas. Bueno, es ese tipo de seudo razonamiento el que precisamente considero peligroso como falacia usada cotidianamente en cientos de discusiones acerca de la validez de este “modelo” (¿modelo?), como herramienta de análisis político, de interpretación de la realidad, o incluso como forma de vida. Después de todo, la política tiene que ver con todo eso anteriormente mencionado. La política es parte fundamental de nuestra vida. El modo como nos llevamos con ella (como decidimos hacerlo) decide gran parte de nuestro destino cotidiano. Veamos, entonces.

  La idea de este cálculo pretendidamente prolijo y ordenado supone, ante todo, creer que los puntos a considerar (lo “malo” y lo “bueno” de un gobierno, o de una forma de gobernar y hacer política) son ontológica, esencialmente equivalentes. Una suerte de almacén donde se intercambian virtudes y defectos, y vemos qué termina sobrando al final de la transacción, si un tomate podrido o una manzana roja deliciosa. Aunque parezca exagerado, escucho con mucha frecuencia este tipo de intercambios entre quienes defienden y quienes critican al gobierno nacional. Es curioso cómo terminan entrando en pocos minutos en esta dialéctica enumerativa, a ver quién anota más porotos en el lado de lo despreciable o de lo defendible.


  Esta verdulería de lo reprochable y lo venerable no lleva a ninguna parte, por supuesto, porque siempre se podrán elegir cosas nuevas por valorar o por menospreciar. Es sólo cuestión de tener imaginación a la hora de crear puntos que fortalezcan nuestra crítica o nuestra defensa.
  El único modo de salir de esta tediosa e infructuosa enumeración es ponerse de acuerdo en lo siguiente: Lo que yo digo que está mal, ¿Equivale en importancia a lo que me decís que está bien? ¿De acuerdo con qué criterio compensatorio esto que es reprochable queda emparejado con aquello que decís que está bien y habría que apoyar (dado que ambas cosas refieren a temas diferentes)? ¿Qué visión de conjunto, qué supuesto pragmatismo es el que nos permite ignorar algunas cosas por sobre otras, y por qué? A menudo, el tema de la “visión de conjunto”, y de la apreciación de la situación total son usados como argumentos, aunque nadie de los que dice eso explica en general cómo opera esa visión de conjunto, cómo opera ese mecanismo compensatorio que permita equilibrar cosas tan dispares, cómo termina borrando lo diferente y salvaguardando lo atroz. Y no es un tema menor, implica posicionarse ideológicamente respecto de qué nos parece aceptable, qué se puede ignorar mientras esté respetada otra cosa que a nosotros nos interesa. Si la frazada es corta (hecho que se acepta sin demasiados problemas), decidir a quién abrigamos y por supuesto, quién se congela.

  Imaginemos el siguiente intercambio:

  1) Pedro, el quejoso de siempre, dice que le molesta que no le aumenten el 82% móvil a los jubilados, porque la mínima actual no les alcanza para ni para el puchero.

  2) Pablo, el que sabe valorar también lo que está bien, le contesta que por fin hacen algo con la guita del anses, y le muestra la laptop del plan “conectar igualdad”.

  Y esta podría ser tan sólo la primera de la enumeración de cosas que Pedro y Pablo se dirán, hasta ver quién se cansa primero.
  Seamos sofistas, y convirtamos esto en un dilema:

  “Dadas ambas realidades, ¿Qué hacemos? ¿Favorecemos que coman los jubilados o que los pibes accedan a Internet?”

  Por supuesto que esto es falaz, por supuesto que es ridículo y hasta peligroso suponer que una cosa debería llevarse a las patadas con la otra. Pero la suposición de que por cada cosa mala existe algo bueno que la compensa, o viceversa, nos lleva a dilemas absurdos como el de más arriba.

 

  El único modo de evitar este absurdo es poner sobre el centro del debate el criterio ideológico según el cual se establecen las dicotomías. Si no es verdad que todo da lo mismo, si consideramos que no todo es equiparable, entonces deberíamos establecer qué cosas de las que están mal, no son “negociables”, es decir, qué cosas no pueden ser compensadas con ninguna otra que alguien quiera hacer pasar por aceptable. ¿Existe algo parecido a ese criterio? Bueno, me gusta pensar que sí, que deberíamos ponernos de acuerdo en que, por ejemplo, la corrupción en sí misma inmoral, que no es aceptable bajo ninguna circunstancia o contexto. Y si dicho criterio no existe (cosa que no me imagino muy probable pero sí posible), entonces deberíamos inventarlo.

  Entonces, un caso Skanska, o una bolsa con plata de origen desconocido en el Ministerio de Economía, o la masacre escandalosamente evitable de 50 personas en un tren por la corrupción que nos arrastró por años a viajar mal, o el negociado con empresas mineras que le cuesta la salud a nuestros compatriotas, no es aceptable, hagan lo que hagan en otro rubro, en otro lado. Una computadora a un pibe de la escuela pública no le da de comer a un jubilado.

  Un mensaje televisivo contra la megaminería contaminante fue muy claro en su lema: “La salud de la gente no se negocia”. Este mensaje tiene un contenido político muy fuerte: los partidarios del gobierno que permitió (y permite) la minería a cielo abierto, así como los empresarios beneficiados de turno, arguían el dilema:

  “¿Cuidamos la salud de la gente o permitimos que tengan puestos de trabajo?”

 
 Era contra esa “negociación” contra la que se rebelaba el mensaje. La de decirte que tenías que elegir entre “reactivar” la economía de una provincia a costa de la salud y el deterioro ecológico de toda la zona, de todos sus habitantes.

Así de perversa es la lógica (pretendidamente pragmática) de la frazada corta, del conformismo “pragmático”: siempre hay que desechar algo, siempre hay que renunciar a algo realmente importante, por otra cosa que se supone más urgente.

  Precisamente, decir claramente “no” a ese tipo de renuncias ante reivindicaciones por lo digno y lo que consideramos importante, detener esos falsos dilemas que tan fácilmente se suelen instalar, es tener claro qué es lo que queremos, y –lo cual no es para nada menor- qué es lo que NO queremos, qué es lo que nos parece cuestionable, vergonzoso: contra qué injusticias queremos luchar.
  Tener claro eso es, a mi entender, lo único que nos garantiza tener una ideología.


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