Lleva algún tiempo corriéndola, buscándola, y por sobre todo, cansándose. Le pareció verla alguna vez hace no mucho, y pensó que si se apuraba, llegaría pronto hasta ella. Es un señor bastante maduro, bien podría tener 50, 80, ó 1000 años. No es del tipo atlético, y no está en condiciones de correr demasiado. Nunca pensó que sería necesario hacer deporte para alcanzar algo, y mucho menos una muchacha tan esquiva como ésa que fugazmente entrevió en la callejuela de la ciudad hace no mucho. Nunca pensó que el amor fuera un asunto de los deportistas. Pero allí lo estaba poniendo la vida, en ese apuro y en esa corrida, sin demasiado tiempo para preguntarse cosas, porque cuando se es lo suficientemente maduro el tiempo nunca alcanza, se escapa de las manos como se escapa esa muchacha en la otra callejuela, cansándolo y recordándole que ya no está para esos trotes.
A Conformismo la vida lo iba poniendo en diferentes lugares, quién sabe desde hacía cuándo, jugando con sus ganas de ser feliz, poniéndole pruebas siempre demasiado difíciles. Podría haberse enojado al respecto, pero a la edad que ahora tiene (o que tal vez siempre tuvo a fin de cuentas) enojarse significa mucho cansancio. El orgullo de creerse con derecho a más siempre le pareció una estupidez. Más vale fluir con la situación, nadando en lo que, tal vez, por algo viene sucediendo.
¿Estaba enamorado? Apenas si la había llegado a ver entre la gente, cuando tuvo la sensación de que por alguna razón lo mejor era seguirla, porque el momento y el mundo cuyas razones desconoce así parecían decidirlo. El amor a primera vista es menos complicado que el de los compromisos y los años, y tan sólo de considerar el ajetreo de las corridas y los vaivenes, ya le parecía estar cansándose.
Se dio cuenta de que al paso que iba nunca la alcanzaría. Jadeaba y se quedaba sin aire. Consideró que había hecho todo lo posible, porque no se sentía capaz de ni siquiera gritarle algo para llamar su atención. Se estaba rindiendo, una vez más.
Para su sorpresa, Filosofía (tal vez escuchando el simulacro de persecución a sus espaldas), súbitamente se dio vuelta y lo miró con perplejidad. “¿Quién sos?”, le preguntó. Conformismo no supo qué decir. Nadie se lo había preguntado antes, o al menos nadie de esa manera. Tal vez era el tono de voz, algo en la actitud con la que le hacía la pregunta, pero sin dudas algo en ella parecía definitivamente raro. Le pareció que era una locura que no supiera contestar algo tan simple. ¿Estaría enamorado? Alguna vez escuchó por ahí que cuando uno está enamorado suele quedarse como congelado frente a algunas situaciones, pero nunca había llegado a corroborar esa hipótesis. Ahora tampoco era el momento, había poco tiempo, quién sabe cuándo esa muchacha emprendería de nuevo su marcha hacia quién sabe dónde. “¡El nombre! ¡Quiere saber mi nombre!” pensó. Cuatro inmediatas sílabas. De golpe olvidó por qué esa pregunta tan simple antes lo había inquietado, y recuperando la compostura contestó que Conformismo. Y envalentonado, prosiguió: “Vengo agitado buscándote. Pero valió la pena: ahora que finalmente estoy frente a vos, me doy cuenta de que por fin podré ser feliz”.
Filosofía parecía no apreciar que eso era lo más parecido a una declaración de amor que Conformismo podía regalarle, porque siguió mirándolo con perplejidad, y le preguntó: “¿Por qué?”
Por qué. Si había alguna respuesta que Conformismo era incapaz de prever, sin dudas era una pregunta. Y si había una pregunta con la que Conformismo definitivamente no se llevaba bien, ésa era precisamente “Por qué”. Más difícil que correr a una muchacha tantos años más joven que él mientras el aire se acaba, más difícil que aceptar un rechazo tajante y definitivo, era sin dudas que te preguntaran por qué. ¿Acaso no era obvio que estaba enamorado? Pero entonces recordó que eso era un asunto que iba a averiguar justo después de que la alcanzara, dado que antes no tuvo tiempo de preguntárselo, tan rauda era la persecución.
Estaba por ensayar una respuesta, cuando mirando nuevamente adonde alguna vez estuvo la muchacha se dio cuenta de que ya no había nadie. “¿Adónde iría?”, se preguntó Conformismo. Pero le pareció una pregunta muy difícil: quién sabe adónde podría querer ir una chica tan joven, y por sobre todo tan rara, como para salir con esas preguntas tan poco románticas. Pensó que no volvería a hacer semejante esfuerzo corriendo tras ella, que si el destino quería reunirlos, en algún momento eso terminaría pasando, y que a ciertas cosas era mejor no forzarlas.
Conformismo ya estaba tranquilo de nuevo, habiendo encontrado razones para no tener que buscar más algo que la vida se había obstinado en negarle, como tantas otras veces, cuando le pareció escuchar que alguien venía detrás. Era una mujer, agitada y jadeante, de edad madura, de entre 50, 80, ó 1000 años más o menos. Conformismo no se sintió irresistiblemente atraído hacia ella, y no le pareció que estaría dispuesto a correr demasiado por alcanzarla, pero tampoco le pareció que estaba tan mal. De hecho, cuanto más la miraba, más acostumbrado se sentía a ella. Le preguntó: “¿Hace mucho que venís corriendo?”. Ella le contestó “No sé, pero estoy realmente cansada”. Conformismo sintió que por fin había encontrado lo que tanto buscaba, o al menos había encontrado algo, y que eso sin dudas era mucho más que no encontrar nada, y envalentonado, le preguntó: “¿Cómo te llamás?” a lo que ella contestó, breve y segura: “Resignación”.
Alejandro Martínez Guardia, 04-06-2012
